Fecha Publicación: 15-01-2022
Dos mil hombres blancos atacaron el gobierno legal y democráticamente electo, quemando oficinas de periódicos opositores y obligando a los funcionarios a renunciar, instalando simultáneamente un gobierno encabezada por sus propios partidarios, mismo que, casi de inmediato, expulsaría a los exfuncionarios de la ciudad a punta de pistola. No, esto no es una crónica de los eventos del 6 de enero de 2021 en Washington, esto ocurrió en Wilmington, Carolina del Norte, el 10 de noviembre de 1898, y se convirtió en el único golpe de Estado en la historia de Estados Unidos. Casualmente, el gobierno municipal de Wilmington era el primero en el que ciudadanos caucásicos y afroestadounidenses compartían el poder, en un estado sureño, poco más de 30 años después de finalizada la Guerra Civil.
El golpe de Wilmington es un episodio bochornoso de la historia política estadounidense que solía esconderse debajo de la alfombra y que tiene algo de similar con el presente. La amenaza que la democracia multiétnica y pluricultural representó para un grupo de ciudadanos radicalizados por líderes demagogos oportunistas en esos días, sigue vigente en el corazón de muchos ciudadanos estadounidenses hoy.
Políticos como Donald Trump, quienes explotan el resentimiento y el miedo a “los otros”, obligan a confrontar la dolorosa realidad de la fragilidad de la democracia representativa y demuestran la validez de la paradoja de Karl Popper: una sociedad tolerante, para garantizar su propia supervivencia, no puede tolerar a los intolerantes. En ese sentido, cerrar el perfil de Twitter de Trump y el de otros republicanos que se opusieron a la certificación de la victoria de Joseph R. Biden no es nada, comparado con retirar el financiamiento a sus campañas o apoyar a otros candidatos en las elecciones primarias de 2022. Eso sí que influenciará su comportamiento.
A todos conviene el éxito de la democracia estadounidense, amenazada y atacada desde dentro, que ha demostrado resiliencia.
Estados Unidos no es el líder del mundo solamente por tener el ejército más poderoso, la economía más dinámica o por ganar más medallas en los Juegos Olímpicos, lo es por sus instituciones, que le han permitido ser la república más exitosa y longeva de la historia de la civilización, imitada desde entonces. Durante casi 250 años, 44 hombres se han pasado la estafeta del poder pacíficamente, hasta ahora. En contraste, en México solo hemos conocido esa estabilidad durante poco menos de 9 décadas desde el primer periodo presidencial de 6 años, tampoco es poca cosa, pero ¡vaya que cuesta trabajo!
El poder blando de Estados Unidos depende de la percepción de estabilidad institucional en su vida interna y si sus representantes políticos no comparten o buscan deliberadamente romper las reglas del juego cuando no les resulta favorable, entonces esa ventaja intangible de una buena reputación democrática se erosiona. Si Estados Unidos se permite actos propios de una república disfuncional, entonces por qué no podrían hacer lo mismo otras democracias menos consolidadas. ¿Con qué autoridad moral podrían criticar la situación democrática de Bielorrusia, Cuba, Myanmar (Birmania) o Venezuela si su propia casa está en desorden?
El mundo de hoy no existiría sin la estabilidad interna del actor más relevante del sistema internacional, y eso es algo que se da por hecho porque nuestra generación nunca ha experimentado el horror de un conflicto entre estados a escala mundial. A todos conviene el éxito de la democracia estadounidense, amenazada y atacada desde dentro, que ha demostrado resiliencia. Si debo apostar, decido apostar por su éxito; si perdiese la apuesta, sería el menor de mis problemas.