Fecha Publicación: 25-11-2025
El encuentro entre Donald Trump y Xi Jinping en Corea del Sur marcó una pausa, no una paz. El llamado acuerdo marco alcanzado en octubre busca reducir tensiones después de meses de amenazas de nuevos aranceles, controles de exportación y restricciones sobre tierras raras.
Pero más que un pacto sustantivo, es una tregua táctica: una forma de comprar tiempo. Y, en esta jugada, China ha demostrado una vez más su capacidad de maniobra frente a un Estados Unidos que parece más reactivo que estratégico.
Beijing ofreció lo mínimo indispensable —suspender por un año sus amenazas de restringir exportaciones de minerales críticos y aumentar compras de productos agrícolas estadounidenses— a cambio de concesiones significativas de Washington: una reducción de aranceles, la suspensión de nuevas sanciones tecnológicas y el congelamiento de investigaciones comerciales. Todo esto sin tocar los temas de fondo: el apoyo chino a Rusia, el exceso de capacidad industrial, ni el control de TikTok.
Es decir, Xi ganó una desescalada sin ceder terreno estructural. Aseguró acceso a mercados y tiempo para reorganizar sus cadenas de valor mientras mantiene su influencia en los sectores críticos —energía, minerales, tecnología— donde Estados Unidos depende de insumos chinos. En cambio, Trump obtuvo alivio temporal en los precios agrícolas y un titular favorable para su base electoral, pero no una victoria estratégica.
China llega a esta tregua con fortalezas notables:
Una economía aún en expansión, capaz de dirigir inversión estatal hacia sectores tecnológicos clave.
Control casi monopólico en el procesamiento de minerales críticos.
Capacidad diplomática para dividir a sus adversarios, ofreciendo acceso preferencial o inversión selectiva en Asia, África y América Latina.
Pero también con vulnerabilidades: un mercado interno que desacelera, tensiones demográficas y la necesidad de sostener el empleo industrial y la confianza del Partido Comunista en medio de un entorno global más hostil. Aun así, Xi ha convertido esas debilidades en incentivos para diversificar mercados y fortalecer la autosuficiencia tecnológica.
Estados Unidos, en cambio, se muestra no solo sensible sino vulnerable. Su dependencia de las cadenas de suministro chinas sigue siendo alta, y su política exterior se ha vuelto cada vez más transaccional. La obsesión de Trump con los aranceles y su maltrato a aliados tradicionales —desde Europa hasta Japón, México y Canadá— y países que se han resistido a entrar en la órbita de Beijing —India y Brasil— han debilitado la red de alianzas que históricamente le dio a Washington ventaja frente a cualquier rival.
El acuerdo en Corea del Sur no resuelve esa fragilidad; apenas la disimula. Sin embargo, sería un error considerar que Estados Unidos está acabado. Si la próxima administración —o incluso Trump mismo, si logra recalibrarse— reorienta su energía hacia la reconstrucción de alianzas, la inversión en innovación y la coherencia estratégica, el poder estadounidense puede renovarse. La historia reciente muestra que su capacidad de recuperación es extraordinaria.
En resumen, el encuentro Trump-Xi no redefine el equilibrio global; solo lo pospone. China ha ganado el primer asalto de esta nueva guerra de posiciones. Pero la partida sigue abierta, y dependerá de si Estados Unidos logra recordar que su mayor fuente de poder nunca fueron los aranceles, sino las alianzas.
Participación en El Sol de México