Fecha Publicación: 09-10-2025
De la sección Opiniones Oportunas del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales
Una guerra larga suele contarse con mapas y flechas, pero detrás late otra historia: fábricas encendidas a tres turnos, talleres que convierten materiales viejos en vectores para drones y una burocracia que aprieta tornillos a golpe de decreto. En Rusia, esa maquinaria —económica, industrial y humana— se ha vuelto protagonista silenciosa del conflicto en Ucrania. Aquí se propone una fotografía del estado actual de la industria militar y de la fuerza rusa, capturada a partir de tres miradas occidentales seleccionadas. Se reconoce, desde el inicio, el sesgo potencial de ese encuadre; aun así, se sostiene que comprenderlo es clave para anticipar los movimientos que pueden afectar el campo de batalla en los próximos meses. No se promete una verdad definitiva, sino una guía de lectura operativa.
De qué se parte
Este artículo se apoya en tres textos occidentales: el análisis de 2018 de Miguel Campos en el Grupo de Estudios en Seguridad Internacional (GESI); el estudio de julio de 2025 de Mathieu Boulègue para Chatham House, y la crónica analítica de Mariya Omelicheva en War on the Rocks, publicada en agosto de 2025. A partir de esas miradas —cada una con sus lentes y énfasis—, se ofrece una fotografía parcial, pero útil, del estado de la industria militar rusa y de sus capacidades de fuerza, con un objetivo práctico: entender cómo esas condiciones pueden traducirse en lo operativo y en los cambios sobre el teatro de guerra en Ucrania. No se pretende cerrar un debate, sino ordenar evidencias y trazar líneas de tendencia que ayuden a leer mejor un conflicto que sigue en movimiento.
Desde el comienzo, conviene precisar la metodología: no se improvisan datos propios ni insights de pasillo; se emplean interpretaciones consolidadas en tres fuentes que dialogan, a veces, desde posiciones distintas, dentro del mismo campo occidental, que ofrece una línea de base previa a la invasión; Boulègue actualiza el tablero bajo sanciones y economía de guerra, mientras que Omelicheva ilumina la arquitectura —cada vez menos excepcional— de las fuerzas irregulares normalizadas para sostener una guerra larga. Sobre esa triada se monta la fotografía, a sabiendas de que es solo un recorte del cuadro completo.
Industria y economía de guerra: una fábrica bajo “control manual”
La modernización militar de la década de 2010 se apoyó en el Programa Estatal de Armamentos 2011-2020: más adquisiciones, actualización de plataformas heredadas y una apuesta por la investigación y desarrollo que, vista desde los números, seguía por debajo de pares de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. El diagnóstico de Campos, en 2018, ya anticipaba dos vulnerabilidades estructurales que serían determinantes más tarde: la dependencia de insumos extranjeros —en particular microelectrónica y maquinaria‑herramienta— y la fragilidad de la sustitución de importaciones tras 2014. El programa estatal de armamentos compró equipamiento y tiempo; no compró autonomía tecnológica.
Tras 2022, el complejo militar‑industrial se recentralizó por medio de la Comisión Militar‑Industrial y se consolidó alrededor de conglomerados como Rostec: menos competencia y transparencia, y más “control manual” del Kremlin en decisiones críticas. La fábrica funciona a tres turnos, pero la productividad no crece al ritmo del gasto. La fijación rígida de precios, la baja rentabilidad crónica, la deuda y la cautela bancaria dibujan un ecosistema capaz de producir más, no necesariamente mejor.
La Rusia que se asoma en esta foto ampliada es una potencia que ha demostrado resiliencia para sostener la guerra por desgaste.
La “conversión” hacia líneas civiles o de uso dual —bandera de modernización antes de 2022— quedó, en los hechos, en suspenso. El complejo militar industrial se alimenta de la urgencia bélica, pero reduce sus espacios para innovar con calma y transferir tecnología al resto de la economía. El resultado es un sobrecalentamiento visible en algunos segmentos (munición, reparación, drones) y un techo tecnológico que persiste en los eslabones finos —sensores, chips, motores, máquinas‑herramienta— donde las sanciones y la dependencia histórica pesan más. En pocas palabras: la industria resiste y escala por volumen; la innovación estructural se empantana.
En la economía política de guerra, el balance macro puede lucir “sano” por el tirón del gasto público, pero debajo laten inflación, presión salarial y falta de mano de obra calificada. Las plantas añaden turnos; entrenar y retener técnicos, ingenieros y operadores de calidad es otra historia. Las soluciones de corto plazo —remplazos de piezas, circuitos de importación grises, reconversión expedita de talleres— agregan resiliencia, pero también variabilidad en la calidad y en el ciclo de vida de equipos que luego deben operar en condiciones extremas.
Fuerza y empleo del poder: un ejército híbrido
Del lado de la fuerza, el patrón acompaña a la fábrica: volumen y resiliencia, con costos de coherencia. Se documenta la creciente institucionalización de lo irregular —empresas militares privadas, batallones regionales “voluntarios”, unidades penales de asalto como Storm‑Z, cosacos y reservas como BARS— como componente estructural del esfuerzo bélico. En distintos momentos, estas formaciones habrían representado una fracción relevante de las fuerzas terrestres en operaciones. El incentivo político se entiende: sostener el número sin convocatorias masivas y repartir costos internos; el costo militar también: líneas de mando superpuestas, entrenamiento desigual, disciplina irregular y fricciones en armas combinadas.
La institucionalización de ese mosaico avanza con mecanismos como el Dobrokor (Cuerpo de Voluntarios), que canaliza reclutamiento, contratos y prestaciones. Pero la formalización organizativa no borra de un plumazo la heterogeneidad táctica ni las lealtades cruzadas con patrocinadores regionales, empresas estatales u operadores de seguridad. En términos operativos, esto produce una fuerza capaz de sostener el desgaste y rotar personal en frentes de alta intensidad, a la vez que erosiona la profesionalización necesaria para maniobras complejas y operaciones profundas que requieren sincronicidad, confianza y doctrina compartida.
No todo es déficit. El dispositivo irregular, combinado con reservas regulares y herramientas de control interno, genera una elasticidad demográfica y política funcional en guerras largas. Bien encuadrado, produce unidades con experiencia valiosa en combate urbano, sabotaje y drones. Si esa experiencia se proyecta fuera del frente ucraniano, alimenta un repertorio de operaciones grises para las que la legislación y la disuasión occidentales todavía no ofrecen respuestas del todo afinadas.
Tecnología y aprendizaje: drones, guerra electrónica y “modularidad improvisada”
El vector tecnológico no se detuvo, pero se reorientó. En lugar de imaginar “superarmas”, se observa una secuencia de mejoras incrementales aplicadas con pragmatismo: proliferación de vehículos aéreos no tripulados (UAVs) de reconocimiento y ataque, expansión y sofisticación de la guerra electrónica, y ajustes finos en los sistemas de comando, control, comunicaciones, computadoras, inteligencia, vigilancia y reconocimiento (C4ISR) para negar capacidades enemigas. La apuesta consiste en conectar sensores relativamente baratos con tiradores cada vez más precisos a nivel táctico, bajo la cobertura de inhibidores, perturbadores y herramientas de suplantación de identidad (spoofing).
Ese ecosistema requiere menos laboratorios y más talleres con ingenio. Rusia —por herencia soviética, por necesidad y por redes de proveedores semiclandestinos— ha mostrado capacidad para una “modularidad improvisada”: adaptar cascos, blindajes, miras, antenas y enlaces de datos para tareas concretas en sectores concretos del frente, incluso si la plataforma base es vieja. El problema aparece un escalón más arriba, donde hacen falta saltos tecnológicos que requieren cadenas de valor más puras y estables: microelectrónica resistente, motores de nueva generación, sistemas ópticos avanzados, maquinaria de precisión. Ahí el tope persiste.
El efecto combinado de drones y guerra electrónica ha sido claro: el cielo táctico está “sucio” y densamente observado; la artillería actúa cada vez más como un servicio de precisión guiado por ojos baratos, y la maniobra a campo abierto pagado en cuotas. Ese ambiente favorece la defensa en profundidad y las operaciones de desgaste; penaliza, en cambio, las rupturas rápidas y las explotaciones profundas sin cobertura aérea sólida. Para un aparato que ha priorizado cantidad por sobre calidad en la generación de fuerza, esto ofrece una ventaja relativa, pero no un cheque en blanco.
Qué cambia en el frente ucraniano
Interpretar la fotografía industrial y organizativa en clave operativa permite señalar tres implicaciones:
Resiliencia de largo aliento
Con escalamiento selectivo de munición, reparación y drones, más una unidad irregular que alimenta las líneas, Rusia puede sostener una guerra de atrición a costos políticamente administrables. Esta resiliencia no se apoya en plataformas deslumbrantes, sino en la capacidad de recomponer pérdidas y mantener la presión a ritmo constante.
Calidad sin salto
Cuanto más dependa de fuerzas irregulares y de remplazos acelerados, más difícil será recomponer la coherencia doctrinal y la competencia de armas combinadas necesarias para operaciones que rompan la defensa enemiga y la exploten en profundidad. En un entorno saturado de sensores y drones, los errores se pagan rápido; la disincronía entre infantería, blindados y fuegos de apoyo suele ser más costosa que la ausencia de un “sistema estrella”.
Innovación táctica y barreras estratégicas
La ventaja —cuando aparece— se ancla en la adaptación táctica acumulada y en la integración fina de drones y guerra electrónica en escalas locales, no en “milagros” tecnológicos. Se anticipa un futuro de ciclos acelerados de innovación‑contrainnovación a nivel táctico, con avances que se erosionan conforme el rival aprende. El desafío consiste en traducir esa agilidad táctica en coherencia operacional sin la infraestructura tecnológica que suele sostenerla.
Para los adversarios, la lectura empuja a insistir en dos líneas: la explotación de fisuras en mando y control mediante operaciones que fuercen coordinación compleja en el rival, y la negación de áreas fuertes —artillería de precisión guiada por UAVs y guerra electrónica— mediante dispersión, engaño, movilidad y redundancia de enlaces. Para los aliados, se vuelve clave sostener flujos de munición y capacidades propias de guerra electrónica, así como acelerar el entrenamiento en armas combinadas que permita aprovechar ventanas de coordinación.
El tablero no se agota en Ucrania. La normalización de redes irregulares con experiencia urbana, de sabotaje y de drones, abre la puerta a un empleo externo más sistemático bajo coberturas “voluntarias” o comerciales. Más que un Wagner 2.0, se perfila un patrón: externalizar costos, diluir responsabilidades y operar en la penumbra de la atribución. A nivel regional e internacional, eso presiona marcos jurídicos y mecanismos de disuasión, y amplía la franja de grises donde la fricción puede crecer sin titularlo “guerra”.
Lo que conviene observar
Cuellos tecnológicos críticos
¿Se estabilizan cadenas de microelectrónica, óptica y maquinaria‑herramienta con calidad militar? Más allá del volumen, ahí se disputa la confiabilidad de sistemas que deben durar en el frente.
Finanzas del complejo industrial militar
¿Se alivian los balances de deuda y la estrechez de crédito, o el Estado debe cubrir más huecos con mecanismos adecuados? La respuesta dirá mucho sobre productividad y sobre el costo de la posguerra.
Arquitectura de fuerza
¿Dobrokor y BARS profundizan la integración de irregulares bajo cadenas de mando claras, o se multiplica la fragmentación? Menos fricción interna equivale a mayor capacidad de maniobra.
Ritmos de aprendizaje
¿Quién innova más rápido a nivel táctico —drones, EW, contramedidas— y, sobre todo, quién transforma esa innovación en efectos operacionales sostenidos?
Sesgos, relatos y método: leer con cuidado (y aun así leer)
Las fuentes consultadas son occidentales. Esto no invalida sus hallazgos, pero exige cautela. Puede haber sesgos de selección —qué se mira y qué no—, sesgos de énfasis —qué se subraya y qué se minimiza— y, en un contexto de guerra, agendas de comunicación estratégica que pueden colorear narrativas. La literatura sobre narrativas estratégicas recuerda que los actores compiten para definir “la” realidad y orientar conductas: lo que parece una descripción neutra no siempre lo es. Por eso aquí se habla de una fotografía parcial: válida, informativa y, al mismo tiempo, solo una parcialidad. La forma de reducir ese margen de error es triangular evidencia con peritajes técnicos, materiales forenses y, cuando sea posible, fuentes rusas no propagandísticas, para no confundir vidrio con espejos.
Con todo, la advertencia metodológica no debe llevar a la parálisis. Incluso con sesgos, estas tres lecturas ayudan a entender un escenario que, por su capacidad de arrastre, puede afectar la dinámica operativa en Ucrania: del ritmo de reposición de equipos al diseño de ofensivas; del papel de los drones al de la guerra electrónica, y de la elasticidad demográfica al gobierno de la fuerza. En política y en guerra, decidir con fotografías imperfectas es mejor que decidir a ciegas.
La Rusia que se asoma en esta foto ampliada es una potencia que ha demostrado resiliencia para sostener la guerra por desgaste: un complejo militar‑industrial que produce más sin resolver sus techos tecnológicos; una fuerza que ganó músculo numérico institucionalizando lo irregular al precio de su cohesión doctrinal, y una burocracia que centraliza para decidir rápido, pero que, al hacerlo, asfixia competencia e incentivos a innovar. La combinación rinde para resistir y erosionar, no necesariamente para romper y explotar con la contundencia que requieren las victorias operacionales decisivas. En el frente, eso se traduce en defensas profundas, ciclos acelerados de innovación táctica y un entorno enrarecido por drones y disturbios electromagnéticos; fuera del frente, en un menú más amplio de coerción externalizada y zonas grises.
La conclusión práctica, por ahora, es modesta pero exigente: si se busca anticipar mejor el movimiento del conflicto, conviene dejar de perseguir “momentos Sputnik” y concentrarse en la interacción entre una fábrica que sube el volumen con cuellos de botella, y una fuerza que compensa la falta de salto cualitativo con elasticidad organizativa y aprendizaje táctico. Ese pulso —más que los titulares— marca el ritmo de la guerra y orienta la próxima fotografía.
Participación en Foreign Affairs Latinoamerica