Fecha Publicación: 25-08-2021
El río Nilo es, sin duda alguna, uno de los ríos míticos de la historia de la humanidad. Su nombre evoca, al oírse, las titánicas construcciones edificadas en época de los faraones, las conquistas de Alejandro Magno e, incluso, pasajes bíblicos, es imposible disociarlo de la leyenda que narra la infancia del profeta Moisés. Pero más allá de su linaje histórico y de sus múltiples vínculos con los muertos, el Nilo es un río vivo, actual e indispensable para entender al África del siglo veintiuno.
Con sus más de 6,600 kilómetros de longitud, el Nilo es uno de los ríos más caudalosos y largos del mundo, y junto con el Congo, el Níger y el Zambeze, una de las venas por las que la sangre africana fluye, no sólo en el sentido metafórico, en tanto agua que alimenta el corazón del continente, sino, tristemente, en el más literal. En tanto fuente primaria de vida, el río Nilo es, cada día con mayor preocupación, fuente de enconados conflictos diplomáticos que, de no mediarse oportunamente, podrían producir, en el futuro a mediano plazo, ríos de sangre como resultado de conflictos armados entre diversas naciones que dependen de su flujo para subsistir.
El agua se erige hoy por hoy como uno de los recursos naturales más preciados y buscados en el mundo. No son pocos los países que a lo largo de las últimas dos décadas han emprendido e implementado estrategias que buscan asegurar para sus poblaciones el acceso al preciado bien. De América del Norte al Asia Central, pasando por América del Sur y el Medio Oriente, el agua es tema central de gobiernos, que a través de sus ministerios de exteriores o inclusive de sus ministerios de defensa, avizoran escenarios, algunos a muy corto plazo, sobre posibles conflictos derivados del acceso o la falta de acceso a fuentes primarias de agua. Y, en este sentido, África no es la excepción.
Si bien las cuencas y acuíferos del África central son una de las mayores reservas de agua del mundo, el calentamiento global, la desertificación y el avance imparable del Sahara, hacen del resto del continente, en particular del norte y del Cuerno de África, unas de las zonas más vulnerables ante la falta del vital líquido. Es aquí donde el Nilo y en particular Etiopía juegan un rol fundamental para el presente y para el futuro africanos.
Cuando a finales del pasado mes de julio Adís Abeba anunció con bombo y platillo la puesta en marcha de la segunda fase de su ambicioso proyecto conocido como la Gran Presa del Renacimiento (GERD, por sus siglas en inglés), una minuciosa tarea ingenieril que, con el decidido apoyo financiero de Beijing, el gobierno etíope materializa a lo largo del cauce del Nilo azul, uno de los dos ramales, junto con el Nilo blanco, que dan vida al río Nilo en su confluencia a la altura de Jartum; la alarma saltó en los pasillos gubernamentales del resto de los países que comparten la riqueza líquida del Nilo, desde Uganda y Tanzania hasta Egipto y Sudán.
Durante décadas, Egipto ha monopolizado, a través de varias presas a lo largo del recorrido que el Nilo hace por su geografía, siendo la más relevante la presa de Asuán, el potencial del mítico río, del que depende en gran medida su economía y su estabilidad político y social. Algo que, por años, pero en particular a lo largo de lo que va del siglo, han resentido el resto de los países que comparten la cuenca nilótica; en particular, y en lo que toca al Nilo azul, que nace en el lago Tana, en las planicies centrales de Etiopía, Sudán y la antigua Abisinia. Si bien Sudán cuenta con un par de presas propias sobre el Nilo y tiene acuerdos sólidos firmados con El Cairo que le permiten beneficiarse, en cierta medida, de la gran presa de Asuán, cuyo lago artificial, conocido como Nasser en honor al otrora presidente egipcio, hace frontera entre ambas naciones; Etiopía carecía, hasta iniciarse la construcción de la GERD en el año 2011, de cualquier tipo de obra hecha por el hombre que aprovechase en su territorio la corriente del río.
Desde anunciado el proyecto y a lo largo de los diez años que ha durado su construcción, con una fecha estimada de finalización en 2022, la GERD ha generado crecientes tensiones entre los vecinos africanos. Egipto ha llevado la voz cantante, argumentando que la presa etíope constituye una amenaza para su seguridad, algo que Etiopía desestima, contrargumentando que se trata de una imperiosa necesidad para su propio desarrollo, eléctrico y en materia de acceso al agua del Nilo. Sudán, hasta el momento, ha jugado un papel que podría definirse como intermediador. Cuando el Cairo llevó el tema al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas su narrativa diplomática alcanzó una estridencia que en raras ocasiones se presenta en dicho foro, amenazando, incluso, con el uso de la fuerza a Adís Abeba si no desistía de sus planes. La estrategia diplomática egipcia no dio resultados y los planes etíopes, apoyados por una elegante y discreta contraestrategia tejida a través de la Unión Africana, continúan a la fecha.
El endeble equilibrio, alimentado por la frustración egipcia, podría cambiar en las semanas y meses próximos, sobre todo, a raíz del recrudecimiento del conflicto en la región etíope del Tigray, y del cambiante rol de Sudán, cuya frontera con Etiopía ha visto desde noviembre del año pasado un flujo inagotable de refugiados huyendo de los enfrentamientos. Quizá la GERD se materialice en tiempo y forma en el 2022, dando un triunfo a Etiopía, pero si lo hace será con un costo alto para la región para el que la diplomacia tal vez no sea ya suficiente.