Fecha Publicación: 25-08-2025
Imaginemos la escena: una familia en cualquier ciudad latinoamericana se levanta temprano, trabaja duro y cumple con lo que toca. Cada cierto número de años va a las urnas, vota con la esperanza de que las cosas cambien, y regresa a casa convencida de que tal vez esta vez sí habrá mejoras. Pero los años pasan, los gobiernos cambian y la desigualdad parece seguir ahí, como si nada pudiera moverla.
Esa es, en pocas palabras, la contradicción que vivimos desde hace más de tres décadas. La democracia llegó, pero la igualdad nunca se instaló del todo. El Informe 2025 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Gobernanza democrática, gobernanza efectiva y desigualdad en América Latina, lo dice sin rodeos: la política importa, pero no cualquier política. Votar no basta. Se necesita que las instituciones funcionen, que los partidos piensen más allá de la próxima campaña y que los gobiernos cumplan lo que prometen.
El informe habla de dos piezas centrales. La primera es la gobernanza democrática, que no es otra cosa que la forma en que los ciudadanos y los distintos actores sociales participan en las decisiones colectivas: desde cómo se representan nuestras voces hasta cómo se eligen las prioridades del país. La segunda es la gobernanza efectiva, que ya no habla de promesas, sino de resultados: la capacidad del Estado para transformar decisiones en políticas que realmente cambien la vida de la gente.
El problema es que en buena parte de la región la primera pesa poco y la segunda no despega. Los partidos suelen movilizar votantes sin proyectos claros y las élites —sean de derecha, centro o izquierda— terminan inclinando la balanza hacia sus propios intereses. Unos protegen privilegios económicos, otros administran sin mover lo esencial, y otros reparten programas sociales que no siempre tienen bases sólidas para sostenerse.
Mientras tanto, la gobernanza efectiva tropieza con los males de siempre: corrupción, burocracias débiles, patrimonialismo y presidentes demasiado fuertes frente a contrapesos muy frágiles. Algunos avances, como presupuestos participativos o la judicialización de derechos (cuando la gente recurre a los tribunales para exigir que se cumplan garantías básicas como salud, educación o vivienda), han dejado huella positiva, pero aún en pocos países.
El balance es duro: América Latina parece atrapada en una “trampa de desigualdad y democracia”, donde todo lo malo se junta —Estados débiles, élites dominantes, partidos sin rumbo— y la desigualdad inicial condiciona cualquier intento de cambio. Algunos ejemplos, como Chile, Costa Rica o Uruguay, muestran que hay salidas, pero también que no basta con buenas intenciones; se necesitan estrategias integrales y políticas mucho más ambiciosas.
México: un país en el filo de la balanza
México comparte esta historia, pero aún puede escribir un capítulo distinto. La desigualdad aquí no se limita al ingreso: también es territorial, étnica, de género y de acceso a la justicia. Aunque programas sociales han mejorado la cobertura y ampliado derechos, persisten problemas de fondo: un sistema fiscal débil, ingresos públicos inestables, concentración del poder y contrapesos que pierden fuerza.
El momento político actual es delicado. La centralización del poder y la narrativa de división entre “pueblo” y “adversarios” pueden debilitar la pluralidad democrática. Los programas sociales, si no se sostienen en instituciones sólidas, corren el riesgo de convertirse en instrumentos de control político más que en plataformas para la movilidad social.
Movilizando la gobernanza democrática y la gobernanza efectiva, quizá haya tres lecciones claras para México:
La política importa: se necesita partidos más claros en sus propuestas y participación ciudadana real, que no dependa de líderes carismáticos ni coyunturas pasajeras. Y, sobre todo, evitar que las élites capturen el financiamiento electoral y los medios de comunicación.
Las políticas públicas importan: profesionalizar al Estado, reducir la corrupción y asegurar que haya contrapesos efectivos al poder presidencial son pasos imprescindibles para construir políticas que ataquen las desigualdades más profundas.
La trampa solo se rompe con estrategias integrales: no basta con crecer ni con repartir. México necesita una reforma fiscal progresiva, enfrentar la informalidad laboral que deja a millones en la precariedad y diseñar políticas que reparen deudas históricas con pueblos indígenas, mujeres y comunidades rurales.
México ya abrió espacios democráticos, pero falta comprobar si funcionan de verdad. Hoy estamos frente a una decisión de fondo: seguir administrando la desigualdad con medidas parciales o atrevernos a rediseñar el país con instituciones fuertes, políticas sostenibles y una democracia que no solo prometa, sino que cumpla. Al final, la gobernanza democrática y la gobernanza efectiva no son palabras técnicas: son las reglas que dirán si México será siempre de unos cuantos… o, finalmente, de todos.
*Las opiniones expresadas en este artículo son atribuibles únicamente a los autores y no a las organizaciones en las que se desempeñan.
Participación en El Sol de México