Fecha Publicación: 18-01-2019
28 de enero de 2019.- Cada año se realiza a finales del mes de enero en Davos, Suiza, la reunión anual del Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés). Este evento atrae no sólo a los Líderes de muchos países, sino que a lo largo de los años su agenda se ha expandido para dar lugar a pensadores en áreas tan diversas como la ecología y la filantropía.
Davos se ha convertido en la imagen misma de la globalización y el capitalismo. He visto muchas descripciones de lo que es Davos, pero la más común es una que ilustra estas reuniones como una oportunidad para visitar un pueblito pintoresco de Suiza, lleno de chalets y de pistas de esquí, y ver cómo convergen los dueños de los grandes capitales para ampliar su networking, escuchar discursos y presentaciones que les ayuden a decidir en qué país conviene invertir, o cuáles son las tecnologías que revolucionarán el futuro. Después de pasar juntos una semana, estas élites se expresan los mejores parabienes en el año que inicia, y se despiden hasta el año próximo.
Dado el humor social que existe en todo el mundo respecto de la globalización y de los problemas atribuidos al comercio internacional, no es de sorprenderse que este tipo de reuniones sean escrudiñadas e incluso criticadas con más rigor. Pero sería un error pensar que todo acerca de Davos es trivial o que se trata simplemente de una reunión en la que el resto de todos nosotros no estamos reflejados y cuyas deliberaciones no son importantes para los que no formamos partes de esas élites.
Por el contrario, Davos sirve como un termómetro de cuáles temas están en la primera línea de discusión. Por eso, que para el 2019 la agenda incluyera como parte central de sus discusiones el malestar existente por las fallas de la globalización es una buena noticia. El fundador del Foro Económico Mundial, Klaus Schwab, al anunciar que el eje de las conferencias sería “Globalización 4.0”, escribía que “…una parte sustancial de la sociedad se muestra insatisfecha y resentida, no solamente con la política y los políticos, sino también con la globalización y el sistema económico que la sustenta”.
Ciertamente, uno de los comentarios recurrentes a lo largo de la semana pasada en diversos paneles y conversatorios era justamente cómo se deben de adecuar las organizaciones para enfrentar estos retos. En muchos discursos se señalaba la necesidad de volver a estar en sintonía con las necesidades de la población mundial, para así combatir la creciente desigualdad.
Entonces, ¿podemos concluir con esto que existe una conciencia sobre la seriedad de las manifestaciones sociales de descontento y las amenazas que esto representa para la propia globalización y el sistema que representa?
Pienso que la respuesta, a riesgo de ser contradictorio, es “sí, pero...”. Primero, creo que no queda duda que los actores públicos y privados han tomado nota de que el descontento con la globalización ha dejado de ser una anécdota o una bandera de algunas organizaciones para transformarse en una serie de decisiones políticas. Pero también ese propio “sistema” debió de haber notado que la insatisfacción se fue gestando y articulando a lo largo del tiempo: recordemos las protestas contra el libre comercio y la globalización que sucedieron en el lejano 1999, en Seattle, en el contexto de la Reunión Ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Independientemente de cómo se llegó a ello, partamos de que sí existe un reconocimiento de que el sistema comercial está en crisis y que debe de producir resultados pronto. Gracias a esto, se aceleró significativamente a partir del año pasado el proceso de reforma de la OMC (proceso en el cual México es uno de los protagonistas clave, por cierto) y se han lanzado iniciativas de negociación en áreas nuevas, como es el comercio electrónico. Si estas acciones producen resultados en el corto plazo, el sistema comercial se modernizará y demostrará que cuenta con flexibilidad para adaptarse a las nuevas condiciones.
El “pero” viene por las acciones que algunos países en lo individual pueden tomar y cuyas consecuencias podrían ser el tiro de gracia para el sistema comercial. En el mismo WEF se insistió que la mejor manera de hacer frente a estos retos es a través de la educación, particularmente en áreas de la economía digital, en el desarrollo de nuevas habilidades y en la reconversión de trabajadores para adaptarse a la Revolución Industrial 4.0; me parece que no habrá ningún país que este en desacuerdo con esto.
Pero hay otros países que han escalado el uso de medidas proteccionistas. De hecho, en el primer día del WEF, el Fondo Monetario Internacional (FMI) recortó el porcentaje de crecimiento económico a nivel mundial, advirtiendo que el mayor riesgo para la economía mundial es justamente el de las guerras comerciales. La posibilidad de que las pláticas entre China y EE. UU. no lleguen a un acuerdo, o que se aplique un Brexit duro tienen el potencial de poner en peligro aún más a la economía mundial.
¿En qué aterrizará todo esto? Personalmente soy optimista porque veo que hay suficientes países alarmados por la situación actual para generar un movimiento para reformar el sistema comercial, hacerlo más incluyente, más transparente, más ágil y más moderno. Pero para que este movimiento sea sostenible, se requiere de un compromiso político de largo plazo, que evite la adopción de medidas proteccionistas y que privilegie la educación y la innovación, particularmente en los países que históricamente habían sido los campeones del sistema comercial internacional.