Fecha Publicación: 12-04-2022
“No era posible ir a ningún lugar”—me dijo, —“en aquellos días, no había forma de escapar. Era como una aplanadora que cubría cada rincón sin posibilidad de escapar”. Jean Baptiste era un joven de veinte años durante el genocidio que tuvo lugar de abril a junio de 1994 en Ruanda, hace ya 25 años. De cuarenta y cinco miembros de su familia, sólo quedaron tres personas.
Casi veinte años después, en Kigali, capital de Ruanda, Jean Baptiste me contó que tenía remordimientos por haberse escondido en los pantanos para salvar su vida, mientras que su familia había muerto. Jean Baptiste, tiene buen carácter y un impecable inglés, que habla con más frecuencia que francés, lengua que ha sido deliberadamente expulsada de la enseñanza oficial desde la llegada de Paul Kagame y el Frente Patriótico Ruandés, en 1994.
Ruanda es en realidad un polvorín donde reina una calma que se antoja en cualquier momento subversiva. Al arribar a Kigali y caminar de sus calles reina el orden y la disciplina. Se siente que Kagame gobierna y la gente lo sabe. Cuando pregunté a miembros de la sociedad civil organizada si estaban de acuerdo con que cada tarde un soldado armado fuera apostado en cada calle, respondieron afirmativamente, pues, de otro modo “el precio era el genocidio”.
La calma es inquietante y el orden de Kagame riguroso. La amenaza, me dijeron, es de los constantes ataques y amenazas de grupos terroristas, de los victimarios genocidas y sus simpatizantes que, desde la República Democrática del Congo a donde huyeron en 1994, continúan organizándose para regresar a Ruanda. La amenaza del pasado, cohesiona a la sociedad ruandesa que no está mayormente interesada en las críticas a su presidente, lo que les importa verdaderamente es qué pasará cuando Kagame deje el poder, ¿habría otro genocidio?
El genocidio, crimen de un umbral de inimaginable gravedad, envolvió a la sociedad ruandesa en una espiral brutal de violencia que dejó de 800,000 a 1,000,000 de personas muertas en sólo tres meses. Aún nos preguntamos: ¿cómo es posible que una población entera se haya volcado a matar? Jean Baptiste lo sabe, asegura que lleva una hora destrozar totalmente una casa de concreto; “cien personas con mazos lo pueden hacer”. De ese tamaño es el odio y las ruinas en las que encontraron a Kigali.
Ya de regreso en Tanzania, después de haber hablado con miembros del gobierno, ejército, sociedad civil, personas juzgadas y víctimas como Jean Baptiste, pude concluir que la calma de Ruanda bajo la bota de Kagame era frágil, inquietante y vulnerable. El fantasma del genocidio seguía como hoy sigue latente en la mente de la gente.
No se trata sólo de reconstruir una nación de los estragos de la “aplanadora” de Jean Baptiste o de la construcción de una verdadera democracia, así como de castigar los excesos o presuntos crímenes de guerra de Kagame a su entrada a Kigali en 1994. De lo que se trata para ellos, del ruandés de a pie en su imaginario cotidiano, es la de una amenaza aún más real y pavorosa, la de sus enemigos externos, de las heridas abiertas, de los odios entre vecinos víctimas y victimarios viviendo lado a lado, por eso la necesidad obsesiva de organizarse gobierno y sociedad porque “todos tienen que ayudar” porque de lo contrario “el precio es el genocidio”.