Fecha Publicación: 09-10-2020
Desde muy pequeño Mario Molina Pasquel se apasionó por la química. Un día siendo niño se encontraba enfermo y no asistió a la escuela. Con curiosidad se le ocurrió poner una lechuga dentro un recipiente con agua y sacar una gota para observarla en el microscopio. Nunca imaginó la cantidad de vida que descubriría. Ese primer encuentro con la ciencia derivó tiempo después en un descubrimiento primordial para la humanidad respecto a la afectación en la capa de ozono por los medios de producción y el consumo industrializados.
El científico mexicano estudió por primera vez un grupo de químicos llamados clorofluorocarbonos (CFC), los cuales se utilizaban cotidianamente en nuestra vida diaria en refrigeradores y, particularmente, en aerosoles. En aquel tiempo, a mediados de la década de 1970, la capa de ozono se mantenía intacta, protegiéndonos de los rayos solares ultravioletas y no se vislumbraba alguna afectación a la misma. No obstante, Molina, junto con Frank Sherwood Rowland, descubrió que los CFC se descomponían liberando una enorme cantidad de átomos que, en un corto tiempo, destruirían la capa de ozono. Este pronóstico sobre el adelgazamiento de esta capa vital encendió los focos rojos y el mundo entero debía actuar en consecuencia.
Para 1987, la comunidad internacional ya había acordado el llamado Protocolo de Montreal, primer tratado internacional sobre un problema ambiental a escala global, que prohibió la emisión de los CFC más perjudiciales y determinó plazos para los países. La evidencia en el trabajo de Molina y Rowland tuvo un alto grado de aceptación y fue punta de lanza para lograr un acuerdo excepcional de cooperación que obtuvo una ratificación universal de 197 signatarios y que compromete a los Estados miembros de Naciones Unidas a cumplirlo.
La aportación del Nobel mexicano a esta concertación fue decisiva porque, sin su vaticinio sobre la vulnerabilidad de la atmosfera y su consecuente impacto global, no se hubiera logrado esta cooperación mundial sin precedente.
Fue así que en un mundo tensionado por la Guerra Fría se pusieron de lado las diferencias entre países y se tomaron medidas emergentes para detener un rápido deterioro en la capa de ozono. Sin la firma del Protocolo, el agujero hoy sería un 40% más grande y la capa sería mucho más delgada, de acuerdo a un estudio de la Universidad de Leeds.
Este “modelo de cooperación”, llamado así por el expresidente Ronald Reagan, constituyó un éxito del multilateralismo. La colaboración internacional no solo fue a nivel político y legislativo, sino también científico, lo que permitió contar con las herramientas necesarias para evaluar si la política pública de cada país para abordar el problema estaba funcionando y se avanzaba en la ruta correcta. La respuesta de lo local a lo internacional fue siempre acompañada por una mirada científica. El problema no ha desaparecido del todo, pero la evidencia científica subraya que se está solucionando.
Después de 30 años de la firma del Protocolo de Montreal se tiene un nuevo desafío. El calentamiento global representa una grave amenaza para la supervivencia en el planeta. La comunidad internacional se ha unido y ha acordado compromisos en varias ocasiones, como en Río 1992, Kioto 1998, Copenhague 2009 y París 2015, pero las emisiones siguen aumentando y los países se retiran de acuerdos internacionales.
La capa de ozono es un ejemplo extraordinario de como un desafío para la humanidad se pudo resolver con éxito, sin mayores impactos económicos y con la participación de todos los países. Una historia en donde la ciencia impulsó a la política. La aportación del Nobel mexicano a esta concertación fue decisiva porque, sin su vaticinio sobre la vulnerabilidad de la atmosfera y su consecuente impacto global, no se hubiera logrado esta cooperación mundial sin precedente. Hoy recordamos a este gran concertador global.