Fecha Publicación: 26-07-2023
El 23 de julio se celebraron elecciones generales anticipadas en España, tras la debacle de la izquierda gobernante en las elecciones municipales del 28 de mayo frente a fuerzas de derecha que arrasaron en municipalidades y comunidades autónomas. Para muchos, la apuesta de Pedro Sánchez, presidente del gobierno español, era demasiado arriesgada: votaciones en pleno verano y con encuestas que pronosticaban un triunfo arrollador de las derechas.
Aun sin conocer los resultados definitivos –falta contar los votos del extranjero y los votos por correo (que alcanzaron una cifra récord de 2.5 millones)–, tal parece que las izquierdas –el Partido Socialista Obrero Español y la nueva formación SUMAR–, consiguieron detener el tan vaticinado tsunami de derechas, las cuales no sumaron la tan anhelada mayoría absoluta, en buena medida por un mal desempeño de Vox, el partido de extrema derecha. Sin embargo, el escenario postelectoral que se plantea no es una buena noticia ni para España ni para Europa, y mucho menos para la democracia liberal en el mundo.
Las elecciones españolas son una prueba más de lo que se ha venido observando en los Estados democráticos occidentales: partidos tradicionales del siglo XX con problemas para sobrevivir en el escenario político actual, en el que el votante se comporta de maneras difíciles de explicar con criterios clásicos y es proclive al transfuguismo; formaciones que aparecen y desaparecen del espectro político como productos de consumo, cada uno más estridente que el otro, que apelan a las emociones del electorado –y particularmente a las de los jóvenes– con “verdades” lapidarias condensadas en 240 caracteres, un meme, un post de Instagram o un video de TikTok; el uso de las redes sociales como medio fundamental para hacer campañas políticas sin controles sobre lo que se puede publicar ahí, por lo que se puede mentir o exagerar sin pudor, al amparo del anonimato o del capital que da un número alto de seguidores, y en donde no se busca el debate racional sino incitar las emociones más primarias; apelaciones a pasados gloriosos inexistentes que “hay que recuperar” y, en consecuencia, el rechazo a sociedades cada vez más heterogéneas que sí existen; partidos nacionalistas que buscan concesiones del mejor postor a cambio de apoyos, con la capacidad de hacer de los partidos mayoritarios rehenes de sus intereses particulares; debates sin sustancia en los que solo se busca el rating televisivo y descalificar al rival, al que se ataca más como enemigo que como adversario político; cifras de participación que no son lo suficientemente abultadas como para reflejar un mensaje claro de parte del electorado, y, finalmente, la proliferación de encuestas que subvaloran y sobreestiman los apoyos de los contendientes en la elección.
Contrario a lo que han salido a decir los líderes de las derechas y las izquierdas en la noche electoral, los resultados preliminares reflejan todo menos un mensaje claro de la sociedad española con respecto a qué esperan de su gobierno. Lo que sí es evidente es que se trata de una sociedad polarizada, con profundas fracturas que, en algunos casos, vienen desde la Guerra Civil Española, cuyas heridas no han cerrado del todo y siempre se les reabre deliberadamente para incitar a los votantes a elegir la lista de su preferencia a partir de rencores viscerales que se reproducen de generación en generación. No queda claro si los votantes basaron su decisión en las cifras económicas positivas del gobierno de Sánchez; en querer preservar –o destruir– la agenda de derechos que ha ido avanzando a pesar de un pasado autoritario aún presente e incisivo; en quién se volvió tendencia en redes sociales al cierre de la campaña; en quién era un mayor peligro para la España real o imaginaria; en si lo que decía tal o cual personaje influyente, fuera cierto o no, comulgaba con las filias y las fobias propias de cada uno; en la búsqueda del cambio por el cambio en sí, o en cualquier otra cosa. Lo cierto es que lo que emerge de estas elecciones es un escenario en el que será muy difícil tanto para las izquierdas como para las derechas formar gobierno.
Incluso si eso se lograra, quien gobierne, primero, tendrá que pagar caro el amor de la extrema derecha y otras formaciones menores, en el caso del Partido Popular, o de los independentistas, en el caso del Partido Socialista, y, segundo, tendrá muchas dificultades para llevar a buen puerto cualquier política. Por eso, es muy probable que haya que convocar elecciones generales de nuevo, incluso antes de que termine 2023.
Lo que ocurrió este domingo en España es también un síntoma de lo que está pasando en la Unión Europea y un aviso a navegantes para las elecciones europeas de 2024, de las que puede emerger un escenario en el que las derechas, con apoyo de la extrema derecha y de los euroescépticos, dominen. Eso tendrá implicaciones para temas y políticas como la igualdad, la dignidad, la migración y el asilo, y la defensa del planeta, entre otras, y desde luego para la preservación del orden liberal en el ámbito global. Nada de esto es una buena noticia para la democracia liberal o para las instituciones nacionales e internacionales formadas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, incluida la Unión Europea. El divorcio entre sociedad y política tiene a la democracia en vilo y, con eso, también a la libertad, cuyo precio solo se hace evidente cuando se pierde.
Internacionalista y europeísta. Coordinadora de la Unidad de Estudio y Reflexión Europa+ del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (COMEXI). @erikaruiz / comexieuropaplus@gmail.com
Participación en El Sol de México