Fecha Publicación: 30-06-2023
En una conferencia pronunciada durante el período de entreguerras, Max Weber bosquejaba las características que debería tener todo aquel que decidiera embarcarse en el oficio político. En la política, pensaba el sociólogo alemán, coexistían la “ética de las convicciones de conciencia” y “la ética de la responsabilidad”. Si, para la primera, el oficio político estaba vinculado a ideales absolutos, para la segunda, este estaba orientado a problemas reales del mundo, lo que entrañaba que la consecución de fines “buenos” o “deseables” pudiera ir unida, en ocasiones, a medios moralmente dudosos. El individuo con “vocación política”, concluía Weber, debía encontrar el punto intermedio entre estos extremos.
Con el ensayo de Weber en la mano, me vienen a la memoria los discursos del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski: vaticina una guerra contra “la unidad, los derechos humanos y la coexistencia pacífica de los países europeos” un día después del inicio de la “operación militar especial” rusa en Ucrania; promete a sus fieles la “victoria” meses más tarde, y, desde la Berlinale de este año, incita a que la cultura “tome la decisión de enfrentarse al mal”. Recuerdo también que la política ucraniana Hanna Hopko habló sin ambages en una entrevista durante el foro GLOBSEC 2023 de “una guerra contra la humanidad”. Pienso también en la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en la que advertía el año pasado que, con la “antorcha de la libertad”, Ucrania luchaba por “valores universales”, o en la primera ministra de Finlandia, Sanna Marin, quien arengaba, en una alocución de Año Nuevo, a “dejar atrás para siempre” un mundo en el que “potencias no democráticas subyugan a otros Estados” y a construir una Europa más fuerte, cuando el mundo pide a gritos “defensores de los derechos humanos, la igualdad y la cooperación”. Sin desentonar en este coro, el canciller alemán, Olaf Scholz, afirmó en un texto para Foreign Affairs que la libertad, la igualdad, el Estado de derecho y la dignidad de los seres humanos eran valores compartidos por todo el mundo. El Zeitenwende entrañaba, según Scholz, desarrollar una “mentalidad y herramientas” para avanzar hacia “la paz, la prosperidad y la libertad”. Kaja Kallas, la primera ministra estonia, abogaba en una entrevista para CNN, tras los éxitos electorales de este año, por el envío de armas y municiones a Ucrania, y vaticinó que la guerra terminaría cuando Rusia entendiera que emprenderla fue un “error”. Para elevar los decibeles, el general y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Estonia, Martin Herem, sentenció en otro discurso: “La pérdida de Ucrania y la victoria del mal son inaceptables”.
Se dirá que son fórmulas protocolarias que no vale la pena tomar en cuenta, pero me interesa el lenguaje con el que los líderes occidentales anatematizan la guerra. Son invectivas apocalípticas contra un enemigo satanizado; férreos alegatos a favor de exorcismos militares; arengas mesiánicas para motivar el sacrificio en nombre del “mundo libre”. No me sorprende, pero sí me parece revelador. Los políticos occidentales crecieron en un mundo de bienestar, arrullados por el evangelio del “fin de la historia” y motivados por acaloradas letanías sobre el sentido humanitario de la civilización; al socaire de la Pax Americana, aprendieron que el derrumbe de la Unión Soviética era un galope más hacia la democratización del mundo. Para estos políticos educados en la “ética de las convicciones”, la sensibilidad del expresidente finlandés Juho Kusti Paasikivi frente a las inseguridades geopolíticas soviéticas y el pragmatismo del excanciller alemán Willy Brandt con la Ostpolitik en torno a la República Democrática Alemana (RDA) serían bochornosas traiciones a los ideales. Frente a Putin corresponde una política sin complejos: justiciera, inflexible y punitiva. Es la hora de los héroes, activistas y celebridades.
Llegados a este punto, el político activista protestará airadamente: “¿Debemos entonces esperar a que Rusia dinamite el orden internacional?”. Ese es justo el peligro del que pretendo alertar. Es el punto de vista de que, metidos en un lío, hay que radicalizar los principios para meterse en otro mayor; de que, porque ha ocurrido un giro imprevisto en el guion, se tiene que ir hacia adelante sin mirar hacia atrás; de que, como el ideal se ha topado con la realidad, se debe insistir en este con más violencia. La “operación especial” en Ucrania no es un tropiezo en el camino hacia el “fin de la historia”, sino una manifestación más del conflicto inherente a las sociedades. En palabras del pensador saboyano Joseph de Maistre: “Ya nos remontemos hasta la cuna de las naciones, ya descendamos hasta nuestros días; sea cualquiera el estado en que encontremos a los pueblos, desde la barbarie a la más refinada civilización, siempre hallaremos la guerra”. Hay que decirlo con franqueza: es razonable (y necesario) defender los ideales con fuerza militar, pero el trabajo del político no es prometer paraísos terrenales ni asegurar la paz perpetua, sino contener el conflicto. Sacrificar el mundo a los ideales absolutos es el camino más seguro hacia “una noche polar de oscuridad y miseria heladas”.
*El autor es Miembro de la Unidad de Estudio y Reflexión de la Unión Europea + Reino Unido, Islandia, Noruega, Suiza, Balcanes occidentales, Santa Sede del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (COMEXI). Profesor del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, candidato a doctor en Filosofía Política y maestro en Ciencia Política y Filosofía por la Universidad de Heidelberg, internacionalista por el ITAM y estudiante de Letras Alemanas en la UNAM.
Participación en El Economista