Publication Date: 14-04-2023
En Alemania, la era de la energía atómica llegará a su fin el próximo 15 de abril, cuando dejen de funcionar los tres últimos reactores del país. El capítulo final de una historia que inició en 1957 con un modesto reactor de investigación en Garching, estaba programado para diciembre del año pasado, pero el Parlamento aprobó una prórroga debido a la crisis derivada de la guerra en Ucrania. En alianza con los verdes, el excanciller socialdemócrata Gerhard Schröder ya había acelerado el apagón nuclear en el año 2000, pero el paso decisivo ocurrió en 2011, cuando el gobierno de Angela Merkel se sumó al ímpetu antinuclear tras el accidente en Fukushima. El político de Alianza 90/Los Verdes, Cem Özdemir, pronosticó en aquel entonces que “la energía nuclear no tenía futuro en las democracias”. Recientemente, la ministra de Medio Ambiente, Steffi Lemke, insistió en los “riesgos incontrolables” de este tipo de energía y aseguró que la mejor manera de estabilizar los precios era mediante fuentes renovables. Por su parte, el ministro de Economía, Robert Habeck, aseguró desafiante la semana pasada a los diarios alemanes que, para 2030, el 80 por ciento de la energía provendrá de fuentes renovables.
Se entiende que los verdes adviertan sobre los riesgos del uso de la energía atómica –aun cuando, según el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), ésta es limpia, fiable, asequible–. No soy un especialista en la materia y no me atrevería a entrar en el tema si no fuera porque me parece pertinente llamar la atención sobre la convicción de los políticos verdes en un progreso continuo que desembocará en una nueva Edad de Oro. Esta desmesurada confianza en las energías renovables me hace evocar un lienzo de Lucas Cranach el Viejo de 1530, en el que hombres y mujeres desnudos disfrutan de una eterna primavera en un jardín de frutos abundantes. Finalmente, el ánimo antinuclear es una ramificación del movimiento ecologista, cuyo ideal consiste en restaurar artificialmente la naturaleza en su pureza originaria. Esta convicción se ha traducido en plataformas partidistas, programas de Naciones Unidas (Protocolo de Kioto, 1997; Acuerdos de París de 2015 y Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible) o activismo (ejemplificado en Luisa Neubauer, Clara Mayer o el colectivo “Letzte Generation”). Pero también ha generado una serie de prácticas simbólicas cotidianas: acudir a las procesiones de Fridays for Future, incluir dieta vegana en los comedores estudiantiles, comprar “productos bio” o limitar la huella de carbono individual. Las voces más radicales postulan incluso la reducción de la población mundial. En Alemania, el ecologismo se ha materializado en una serie de reformas legales para garantizar que, para 2045, el país sea “climáticamente neutro”.
A pesar del empeño ecologista, ante un escenario de inestabilidad global, el gobierno alemán ya ha recurrido a centrales carboníferas para asegurar el abasto energético o, incluso, a negociaciones con Canadá o Qatar, poniendo a prueba la congruencia ideológica. Por otro lado, es previsible que la transición energética conlleve impuestos y aumentos de precios. Para los verdes, no obstante, cualquier sacrificio es poco cuando se trata de realizar una utopía: desde el bolsillo de los contribuyentes hasta los principios ideológicos, pasando por la destrucción del paisaje tradicional con paneles solares. Un proyecto energético de esta naturaleza tiene una sonoridad positiva, progresista, de vanguardia, que hace casi imposible el desacuerdo. Con todo y su ostentoso alarde cientificista, en el fondo se trata del mismo paisaje de Lucas Cranach. Es posible hacer política con este material; lo difícil es alcanzar el paraíso. Quiero pensar que la política es algo más que la incansable persecución de una utopía sin reparar en los sacrificios exigidos en el camino.
*El autor es Profesor del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey; candidato a doctor en Filosofía Política y maestro en Ciencia Política y Filosofía por la Universidad de Heidelberg; internacionalista por el ITAM.
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Participación en El Economista