Fecha Publicación: 10-04-2023
El Sahel se ha convertido en una zona de proliferación de conflictos en los últimos diez años. Esta región, que atraviesa al continente africano de este a oeste, se ubica en la costa del Sahara y es el punto de tránsito del desierto a la sabana. En términos generales, las injusticias y desigualdades sociales han sido constantes en la vida de las poblaciones que lo habitan por el olvido de los gobiernos y los prejuicios creados durante la colonización. Esta situación se complejizó en la región occidental después de la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Libia durante 2011, cuando la inestabilidad y el flujo de armas reforzaron y diversificaron la presencia de grupos criminales y terroristas.
Esa inseguridad se fortalecería en 2012 con el despliegue de grupos terroristas en el norte de Malí y el golpe de Estado en ese mismo país. Tras la presión internacional y la salida de Sanogo, el líder golpista, se estableció un gobierno provisional, el cual solicitó ayuda militar a Francia para contener la inestabilidad y la presencia de grupos criminales en el país. El gobierno francés respondió con una intervención militar (Operación Serval), que posteriormente se ampliaría para abarcar no sólo a Malí, sino también a Mauritania, Burkina Faso, Níger y Chad (Operación Barkhane).
En 2014, como consecuencia de la presencia de los denominados grupos terroristas y de la inseguridad en la zona, se creó el G5 Sahel. El objetivo de este organismo era garantizar la seguridad y el desarrollo de la región. No obstante, aunque esta institución fue una iniciativa promovida por los gobiernos regionales, la injerencia francesas ha sido clara en todo su actuar. Por otra parte, la propuesta ha considerado a la migración como un problema (y no como un proceso social que se acrecienta con las desigualdades e injusticias impuestas por la presencia e intereses extranjeros), lo que sigue ocultando las causas estructurales de la inestabilidad en la región.
A pesar de que las constantes intervenciones pretendían apoyar y fortalecer la arquitectura de seguridad en la región, la realidad ha sido muy diferente. De hecho, la violencia, las desigualdades y las injusticias se han agudizado y extendido a otros espacios, como lo ejemplifica el caso de Burkina Faso. Este país, junto con Malí, ha experimentado los niveles más altos de violencia en la región durante 2022 de acuerdo con el Proyecto de Datos de Eventos y Ubicación de Conflictos Armados (ACLED). Asimismo, ambos países se ha enfrentado a dos golpes de Estado desde 2020.
En la actualidad, la sociedad civil y los líderes políticos de diferentes países del Sahel han demandado la salida de las fuerzas e intereses occidentales. Por ejemplo, Malí solicitó la retirada de las tropas francesas en 2022 y miles de malienses festejaron la decisión. A pesar del rechazo a los ejércitos occidentales, algunos sectores del país han solicitado la presencia de fuerzas rusas, lo cual ejemplifica el hartazgo de la población a más de 10 años de la injerencia occidental. No obstante, la presencia e intereses rusos tampoco son neutrales.
Así, la estrategia de seguridad impuesta desde afuera ha fracasado. Las soluciones propuestas siguen considerando que la causa de todos los problemas es el terrorismo sin considerar las vejaciones e injusticias promovidas por los intereses corporativos y estatales occidentales. Asimismo, las “soluciones” se han centrado en la militarización y no en la creación de una vida digna para las comunidades. Sin el diálogo con las poblaciones y la escucha a sus demandas, es posible que la arquitectura de seguridad propuesta siga fallando y sólo reproduzca más violencias. En contraste, apoyar las iniciativas locales podría fortalecer la construcción de una paz duradera y desde abajo.
*La autora es integrante de la Unidad de Estudio sobre África y Medio Oriente del COMEXI.
Participación en El Economista