Fecha Publicación: 11-11-2022
A más de 260 días desde el inicio de la invasión rusa a Ucrania, las perspectivas de llegar a un acuerdo que le ponga fin lucen distantes. Entablar conversaciones de paz requiere no sólo voluntad política de las partes, sino de un timing que favorezca al agresor. No es el caso para Putin. En aras de quebrar la voluntad occidental de continuar apoyando a Kiev, Rusia incrementa su paquete de coacción para que el adversario no aproveche sus debilidades.
Antes de negociar, Putin necesita romper con el momentum dorado de la contraofensiva ucraniana que le ha valido la recuperación de ciudades y localidades equivalentes a 6 mil km2 aproximados. Incluso, tras el ataque al puente de Kerch, el apoyo militar de Occidente a Ucrania se reforzó con más de 50 países sustentando esta promesa. Escalar el conflicto es entonces la apuesta geopolítica más certera aunado a la proyección de una amenaza nuclear creíble.
Entre más palmaria se exhiba esta amenaza, más incentivos para que Occidente se siente a negociar y convenir. La bomba sucia juega un rol estelar entonces. Las acusaciones del Kremlin de que Ucrania use esta arma podría ser una señal del intento de Moscú de pretextar la nuclearización del conflicto. No para asegurar la destrucción mutua asegurada que confiere el poder de las armas nucleares, sino para utilizar una bomba táctica menos letal y mucho más realista de ser utilizada, el disuasivo recreado para generar una percepción de factibilidad.
Destaca que Polonia esté dispuesta en albergar armamento nuclear de la OTAN bajo el programa Nuclear Sharing, que permite poner ojivas a disposición de Estados miembros de la alianza que no cuentan con armas nucleares propias. Bajo esta misma lógica operan los ataques con drones provistos por Irán a infraestructura estratégica y sensible de Ucrania, dejando a miles de hogares sin electricidad y agua de cara a un invierno que promete ser más crudo y despiadado.
Aunado a las operaciones cibernéticas contra Occidente, la apuesta de Putin se recrudece al desdoblar una vertiente más de la guerra híbrida: la inseguridad alimentaria, con el vencimiento del acuerdo para la libre exportación de granos desde Ucrania el próximo 19 de noviembre. ¿Habrá renovación del Kremlin?
Mientras tanto la guerra en el terreno informativo muta. Putin trasciende su narrativa para colocar la guerra en otra dimensión: la batalla existencial entre Rusia y Occidente y la extrapolarización del discurso esbozando el conflicto en una especie de guerra santa. De esta manera, se encarece la factura de la mediación, buscando ganar tiempo que compense las pérdidas rusas en el frente de combate.
En un momento en que China se aleja de la posición beligerante de Putin y que la guerra se maximiza, la diplomacia debe robustecer su posicionamiento. Construir incentivos para que Moscú acredite pistas de salida. Un alivio sería la creación del centro de distribución de gas más grande de Europa, que le permitirá a Bruselas comprar gas ruso a través de Turquía, una idea planteada en la Cumbre de Astana el mes pasado.
Esta propuesta ha maravillado a Erdogan, quién ha jugado con pericia para no sumarse a las sanciones de Rusia y mantener su compromiso con la OTAN. Un mensaje para que otros competidores como Chipre, Egipto e Israel nublen sus intenciones de exportar gas. Este ofrecimiento es un escalón para construir cimientos de diálogo, la estrella que le permite a Erdogan exhibir un lucimiento mayor de cara al cumplimiento de los 100 años de la república turca en 2023.
*La autora es coordinadora de la Unidad de Estudio y Reflexión “La Guerra Rusia – Ucrania” del COMEXI.
Participación en El Economista