Fecha Publicación: 04-11-2022
Cuando el 12 de diciembre de 1991, se le inquirió a un Mijaíl Gorbachov visiblemente consternado, sobre el convenio que habían pactado a sus espaldas, cuatro días antes, los dirigentes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania: Boris Yeltsin, Stanislav Shushkévich y Leonid Kravchuk respectivamente, que finiquitaba la existencia de la URSS para dar lugar a otro modelo integracionista: la Comunidad de Estados Independientes o CEI; resignado, Gorbachov, que entonces detentaba la jefatura del Estado soviético, sentenció en términos proféticos: “... ¿qué va pasar con las fronteras? Tendrán fronteras que los separarán y cada república tendrá sus propias fuerzas armadas. Me temo que la Comunidad de Estados Independientes es una bomba de tiempo”.
En este sentido, los responsables de las negociaciones, también incluyeron la siguiente declaración a fin de dejar claro que el proceso de desintegración ya estaba en marcha: “como sujeto de las leyes internacionales y de la realidad geopolítica, la Unión Soviética finaliza su existencia”. Pero ¿a qué realidad geopolítica se referían los signatarios? La intentona golpista de agosto de 1991 que socavó la autoridad política de Gorbachov y la cruenta guerra civil que desangraba a la ex Yugoslavia. Pero había otro atenuante, el 1° de diciembre de ese mismo año, el electorado ucraniano celebró dos procesos electorales, para elegir a su nuevo presidente y un referéndum para emanciparse de la Unión Soviética, Leonid Kravchuk venció con más del 60% de los sufragios y, por la independencia, se inclinó el 90% de los votantes.
La secesión de Ucrania fue la causa por la que Boris Yeltsin se acercara a su homólogo bielorruso a fin de convencer a Kravchuk de que era momento de apresurar lo inevitable si deseaba evitarse un estallido entre repúblicas vecinas como en los Balcanes. Pero había otra preocupación en puerta, ¿cómo recobraría Rusia los misiles nucleares repartidos entre Bielorrusia, Ucrania y Kazajistán? De momento, las partes involucradas acordaron crear un comando conjunto de manera transitoria que asumiría la custodia de los arsenales soviéticos mientras se consumaba la liquidación de la URSS.
Con el acuerdo de Belavezha, Yeltsin consiguió apartar del poder a Mijaíl Gorbachov, atemperar los bríos independentistas de Ucrania y restablecer otra fórmula federativa. En cuanto a la recuperación de los dispositivos de destrucción masiva, Yeltsin contó con el respaldo del presidente norteamericano, George Bush padre, quién envío al secretario de Estado, James Baker, a fin de negociar la repatriación de los silos nucleares, pues buena parte del arsenal estratégico de largo alcance aún apuntaba hacia territorio estadounidense y la Administración Bush había dejado claro que Bielorrusia, Ucrania y Kazajistán debían entregar sus silos sin esperar nada a cambio. Rusia sería la única potencia nuclear reconocida por Washington y así fue como Yeltsin consiguió la desnuclearización de sus vecinos. A finales de 1991, los imperativos geoestratégicos de Estados Unidos y Rusia, extrañamente coincidieron, tras asistir al desmantelamiento del imperio soviético, sus cancillerías maniobraron para que no se instalara entre Alemania y Rusia, una potencia nuclear con altos estándares de producción industrial y agropecuaria y diferendos territoriales latentes. 31 años después del Acuerdo de Belavezha, aún prevalecen los estertores post mortem de la otrora Unión Soviética.
Dr. Víctor Francisco Olguín Monroy e integrante de la Unidad de Estudio y Reflexión sobre Rusia y Ucrania del COMEXI. Profesor de Relaciones Internacionales, catedrático y conferencista invitado del CESNAV e investigador del ININVESTAM.
Participación en El Economista