Fecha Publicación: 19-09-2022
Hace una semana que murió Isabel II tras haber ocupado el trono británico durante setenta años, y todavía es difícil dimensionar lo que significará su ausencia. Habría que empezar por señalar que no se fue cualquier monarca, sino que echaremos en falta a la cabeza de una institución, la monarquía británica, con más de 1,200 años de historia.
Con siete décadas en el poder, Isabel II era la monarca que más tiempo había ocupado la jefatura de Estado del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y, desde luego, de los países de la Mancomunidad. En ese sentido, se ha ido la mujer que representó la identidad, la unidad y el orgullo nacionales, y dio un sentido de estabilidad y continuidad y de vínculo con la tradición a uno de los países históricamente más importantes y poderosos del mundo durante la segunda mitad del siglo XX y las primeras dos décadas del XXI. Fue una pionera en muchos sentidos y, si bien no se esperaba que ella heredara el trono, desempeñó su papel con gran habilidad. Cabe señalar también que fue Isabel II la que consiguió hacer de la monarquía británica una marca y un fenómeno globales, lo que, en buena medida, permitió su supervivencia durante altas y bajas y, hasta cierto punto, la hizo un símbolo de poder blando rentable para Reino Unido.
Justo porque la Familia Real británica se volvió prácticamente una marca registrada y un producto que se vende en forma de platos, tazas y otros suvenires, habrá quienes piensen que la monarquía es un remanente de un pasado que ya no existe o que es solo forma sin fondo. Sin embargo, Isabel II supo ir adaptando a la institución a los cambios vertiginosos que trajo la segunda posguerra y también la entrada del nuevo milenio. Desde la estricta liturgia, se permitió mostrar a su numerosa prole como una familia imperfecta como todas y a sí misma como una reina capaz de darse una que otra licencia para aparecer junto a James Bond o Paddington Bear, otros dos productos célebres de la cultura pop británica. Esto le permitió ganarse el cariño y el respeto de su pueblo.
En cuanto al fondo, Isabel II era un ancla, una roca y un bastión. Era la colorida personificación de la estabilidad y un asidero en cualquier turbulencia. Incluso en esta crisis de la democracia representativa por la que atraviesa el mundo, incluidas las potencias liberales, y ante los exabruptos populistas de Cameron, May, Johnson y Truss que llevaron al brexit, Isabel II podía mantener firme el timón de las islas británicas.
Sin Isabel II, las turbulencias derivadas de partidos tradicionales en crisis, liderazgos devaluados y cambios vertiginosos se sentirán mucho más. El Reino Unido tendrá que enfrentarse sin ella a las consecuencias de la pandemia y del brexit y tratar de encontrar su lugar como potencia en solitario en un sistema internacional que vuelve de lleno a los conflictos geopolíticos y la rivalidad entre grandes potencias. También sin ella, los británicos tendrán que recalibrar su tan llevada y traída “relación especial” con un Estados Unidos cada vez menos capaz y menos dispuesto a seguir manteniendo su hegemonía. Y, sin duda, sin ella tendrán que revalorar su relación con la Unión Europea, la cual abandonaron formalmente en 2020 después de casi cinco décadas de ser parte del proceso de integración más avanzado del mundo, con un conflicto no resuelto con Irlanda del Norte y sin los apoyos de la Europa integrada que está invirtiendo fuerte en su recuperación pospandemia y en su adaptación al nuevo escenario geopolítico.
El nuevo rey, Carlos III, llega al trono con más de setenta años, con mucho menos carisma que su madre y con el reto inconmensurable de llenar unos zapatos que a todas luces le quedan demasiado grandes, con una popularidad que quizá consiga aumentar durante el duelo, pero que luego responderá a la opinión que merezcan sus propias acciones. Además de los retos mencionados, Carlos III tendrá que dar la cara frente a los países de la Mancomunidad, muchos de los cuales no quieren seguir siendo monarquías y tener como jefe de Estado al monarca británico, sino volverse repúblicas y dejar atrás el pasado imperial. El nuevo rey ha dicho que reinará hasta su muerte. De no ser que ésta, por azares del destino, esté muy próxima, lo más seguro es que, en aras de salvar a la institución, tenga que abdicar en favor de su hijo Guillermo, quien podría traer aires renovados a la monarquía británica y garantizar su supervivencia.
Aunque suene a cliché, la desaparición de Isabel II marca un cambio de era y pone fin a un siglo XX que quizá fue demasiado largo. O, tal vez, remata una primera veintena de un siglo XXI que está siendo particularmente desafiante por la reaparición de los peores flagelos de la humanidad, y en el que nos hará mucha falta el ancla que ella representaba, porque las aguas están particularmente agitadas y la tormenta no amainará pronto.
POR ÉRIKA RUIZ SANDOVAL MIEMBRO DEL CONSEJO MEXICANO DE ASUNTOS INTERNACIONALES (COMEXI)
Participación en El Heraldo de México