Fecha Publicación: 18-05-2022
El pasado sábado, los representantes de Ucrania fueron los ganadores del Festival de la Canción de Eurovisión, un concurso de música cargado de talento, ritmos, idiomas, pero también de política. Con 631 votos, Kalush Orchestra y su canción “Stefania” arrasaron con los votos de toda Europa, a pesar de que en redes sociales había más eco por otros representantes, como la de España, Suecia o Reino Unido. Con el paso del tiempo, Eurovisión se ha vuelto un verdadero festín para internacionalistas y seguidores del llamado “poder blando” de los países, debido a que año con año la geopolítica, los derechos humanos, los fenómenos migratorios y las diásporas que estos generan sobrepasan el aspecto musical de un concurso que estaba pensado originalmente para pasar un rato agradable, escuchando música, frente al televisor.
En 66 años, los países miembros de la Unión Europea de Radiodifusión o EBU, por sus siglas en inglés (una organización internacional de radiodifusoras de servicio público), han participado anualmente en el concurso en donde tienen el derecho de mandar a la o el representante, o grupo que decidan. Este festival se ha transmitido cada año desde 1956, con excepción de 2020 por la pandemia de COVID-19. El país que no transmita en tiempo real simplemente es descalificado, y no se puede votar por el Estado en el que se encuentra físicamente; es decir, no hay votos para uno mismo. Actualmente, son tantos los países que participan (40 en 2022) que es necesario celebrar dos semifinales antes de la gran final, donde solo 25 países se disputan el trofeo y el premio de ser sede del festival el próximo año. Poniéndolo en un lenguaje más digerible, ser sede de Eurovisión para una ciudad europea es igual de importante y genera el mismo orgullo que hospedar la final de la Liga de Campeones de la UEFA.
¿Por qué algo así podría ser tan importante? Eurovisión ha hecho moverse a líderes para pelear hasta el último momento el derecho de organizar el concurso; es una oportunidad única para dar a conocer durante toda una semana las bondades culturales y turísticas de un país entero. Esto lo saben muy bien algunos presidentes, como Emmanuel Macron, quien trató de investigar cómo se podía descalificar a los ganadores italianos del año pasado, para que la cantante francesa, que iba en segundo lugar, pudiera ganar, según reportó Mark Savage de la BBC. Por otro lado, para las y los televidentes, votar por un país en Eurovisión va más allá de si la canción es buena o no. Un voto es un “statement” que trasciende la esfera musical y se cuela en la política. La amplia diáspora rumana en España votará por Rumanía, haciendo que el país ibérico dé siempre un puntaje alto a quien sea que represente al país de Europa del Este; Grecia y Chipre siempre se darán los puntajes más altos entre sí; los países bálticos y los balcánicos también seguirán la práctica de votarse entre ellos, o aquel país cuyo gobierno ose atacar los derechos de la comunidad LGBT+, una de las que más audiencia le generan al concurso, difícilmente recibirá votos. Incluso, ha habido ocasiones en las que la representante rusa es vetada del concurso por ser Ucrania el país sede, como en 2017, o en el presente año, que la EBU expulsó a Rusia del festival. Estos ejemplos de cómo la política trasciende y se cuela en un concurso de música podrían sonar extraños a quien lee este texto, pero tienen una explicación de fondo.
John Street, profesor de la University of East Anglia y autor del capítulo Music as Political Communication en el “The Oxford Handbook of Political Communication” asegura que el estudio contemporáneo de la comunicación política ha pasado por alto el papel que juega el sonido. Street da cuenta de las formas en las que la música se asocia con la comunicación política a través de la protesta, la propaganda y la resistencia. Estas tres han estado presentes en Eurovisión: las típicas canciones de Ucrania en cuyas letras se le reclama constantemente a Rusia, o cantantes que abiertamente exigen en sus canciones, declaraciones o hasta indumentaria el respeto por los derechos humanos o minorías, como la LGBT+, migrantes o refugiados. Increíblemente, hay un par de países que se retiraron del festival por calificarlo como un lugar “demasiado gay” para participar.
El año próximo tocará a Ucrania, por tercera vez en la historia, organizar el concurso. ¿Podrá elegir una de sus ciudades como sede del festival y el próximo destino de las y los cada vez más turistas “eurovisivos”? ¿Le será posible organizar el concurso? ¿Qué suceso de la coyuntura internacional afectará los votos de ese festival? ¿Qué país se llevará el voto del público que tiene una conciencia firme de derechos humanos? Estas son algunas preguntas que sin duda serán resueltas en mayo de 2023.
Juan Ernesto Trejo es asociado del COMEXI, maestro en Relaciones Internacionales por la Central European University de Viena y Budapest, e internacionalista por el ITAM. TW: @JuanErnestoTG
Participación en El Sol de México