Fecha Publicación: 16-12-2024
En su periodo de transición, la presidenta electa fue sumamente cauta en cuanto a la forma en que ejercería el poder, especialmente dadas las amplias mayorías con que Morena controla el congreso. Fue enfática en la protección de los derechos de las minorías. Sin embargo, ya en la presidencia, ese cambio de tono desapareció del mapa. La concordia desapareció, siendo substituida por una renovada militancia. Ningún país puede prosperar cuando su población, incluyendo a los mecanismos de contrapeso que son esenciales para la estabilidad y funcionalidad de cualquier sociedad, se encuentran bajo acecho, son denigrados y descalificados de manera permanente. La pregunta es cómo, en el contexto de un gobierno susceptible de encabezar actos de autoridad sin contrapeso, se pretende lograr tanto la concordia como la prosperidad.
En su reciente libro Revoluciones,* Fareed Zakaria hace una interesante distinción sobre la forma en que líderes a lo largo de los últimos cuatrocientos años encabezaron procesos relevantes de cambio y analiza cuales fueron más exitosos y porqué. Las revoluciones, dice el autor, siguen un patrón común: cambios tecnológicos o económicos de gran envergadura desatan un cambio en la identidad de la población (la forma en que la gente se entiende a sí misma), lo que le lleva a demandar un nuevo tipo de respuestas políticas. Lo que distingue a los líderes en estas circunstancias es la forma en que manejan la situación, porque eso determina si la revolución acabará mejorando la calidad de vida de la población involucrada o si desatará un gran caos, violencia y estancamiento. Como ejemplo, el autor contrasta a la llamada “Revolución gloriosa” en el Reino Unido en 1688 (en que se depuso al monarca y comenzó a cobrar relevancia el parlamento), con la “Reino del terror” y la dinastía Bonaparte en Francia. En el primer caso los líderes procuraron el apoyo de la población, desarrollaron soluciones graduales que respetaban los derechos ciudadanos y lograron legitimidad entre las clases medias. En el caso francés, los políticos que se auto concebían como ilustrados intentaron forzar un cambio rápido sobre una nación muy tradicional y poco desarrollada, con predecibles resultados.
La lección es relevante porque sugiere que un triunfo electoral no es suficiente para garantizar el éxito de los procesos de cambio que enarbola el gobierno que emana de los comicios. Es decir, no bastan las mayorías formales: igual de importante, si no es que más, es involucrar a la población (distinto a intentar manipularla) y construir el andamiaje de apoyos que permitan no sólo aprobar las leyes o reformas, sino hacerlas funcionar. Baste mirar hacia las dos o tres décadas pasadas para apreciar el significado de esta lección que arroja el libro de Zakaria: muchas de las reformas intentadas o emprendidas por los gobiernos pasados fueron aprobadas, pero acabaron siendo disfuncionales o inviables porque no se socializaron ni acabaron gozando de legitimidad y, por lo tanto, de reconocimiento popular.
Todavía más importante para el gobierno es la complejidad de Morena en estas materias, donde destacan prominentes jacobinos, personajes radicales decididos y dedicados a avanzar causas extremas, producto de su historia e ideología, pero no necesariamente representativas o deseables para la población, incluyendo por supuesto a mucha de la que votó por la hoy presidenta. El cómo, dice Zakaria, hace una enorme diferencia en el largo plazo. La propensión de “élites engreídas” a pretender imponer cambios radicales de manera súbita es frecuente en la historia, pero rara vez acaban siendo exitosas y casi siempre son destructivas y violentas. Nada como cultivar el apoyo popular para cambios sustantivos susceptibles de mejorar la calidad de vida, elevar la productividad y el crecimiento económico. El cómo acaba siendo tan importante o más que el qué.
Militantes radicales dentro del partido gobernante tienen un dejo revolucionario y una natural propensión a soluciones impuestas, lo que inevitablemente choca con diversos elementos de la agenda del propio gobierno, comenzando por el de remover obstáculos al crecimiento de la economía. La forma en que el gobierno decida promover el crecimiento será igual clave: aunque el mantra es que el gobierno debe “mandar” a los agentes económicos, la manera de hacer que la economía crezca es creando condiciones que atraigan a la inversión privada. No hay de otra.
Cuando un gobierno invierte en infraestructura (o decide dónde debe instalarse) por ese solo acto está decidiendo e incentivando a la inversión privada. Pero mucho más importante que la infraestructura física, que igual puede ser financiada a través de inversión privada, están los enormes déficits en materia de salud y educación, dos condiciones indispensables, primero, para el desarrollo saludable de la población, pero también fundamentales para agregar más valor en el proceso productivo, elevando con ello el ingreso potencial de los que ahí laboran. Las formas importan tanto en el mundo político como en todos los demás.
“Las instituciones y las leyes, escribió Lord Acton, no emanan de la inventiva de los estadistas, sino en opinión y participación de la población.” Mejor sumar para progresar que tratar de imponer para paralizar.