Publication Date: 14-10-2024
En julio de 1914, un mes antes de que estallara la primera guerra mundial, ninguno de los protagonistas en la que sería una cruenta conflagración tenía idea de lo que venía o, como escribe Christopher Clark, caminaban como sonámbulos hacia el precipicio. El momento actual de México guarda un gran parecido con esta descripción: el nuevo gobierno está absolutamente seguro de su visión, lo que le impide valorar el acontecer a su derredor como la amenaza, u oportunidad, que podría ser.
La reforma judicial genera anticuerpos en ambos lados de la discusión: para quienes la apoyan, el nuevo mantra es la solución universal a los problemas de justicia del país; para quienes la denuestan, la nueva ley constituye una amenaza a los valores más fundamentales de la democracia y la estabilidad económica. En el mundo terrenal, como ilustraron diversos entrevistadores dentro de las sedes de las cámaras legislativas en el momento en que se votó la reforma, la mayoría de los diputados y senadores no tenían idea del contenido de lo que estaban votando ni se habían preguntado si la iniciativa constituía una solución viable al problema planteado. Vaya, la mayoría ni siquiera sabía cuántos artículos tiene la constitución. El punto es que la reforma judicial trastoca todo el sistema de gobierno, pero los responsables de aprobarla nunca meditaron sobre su relevancia o implicaciones.
La semana pasada la Suprema Corte decidió dar trámite a la petición de revisar el proceso de aprobación de la reforma judicial y la separación de poderes. Yo no soy abogado y no pretendo litigar el asunto, pero la reacción tanto de los liderazgos de Morena como de la presidenta sugieren un total rechazo a cualquier acción, incluso interpretación, que no se apegue estrictamente a la ortodoxia oficial. Y esto antes de que se tenga la menor noción sobre lo que podría ser el contenido que arroje la Suprema Corte. La pregunta obligada es si ésta es una manera constructiva de avanzar el desarrollo o, pensando en términos de la anécdota sobre la primera guerra mundial, si no hay forma de evitar una crisis que pondría en entredicho los objetivos del propio gobierno y al país.
Algunas personas dentro de la administración reconocen los riesgos inherentes a la implementación de la reforma y sus potenciales consecuencias tanto para la justicia misma, como para el desarrollo económico. Sin embargo, si se observa el contexto más amplio, la acción de la Corte le abre una enorme oportunidad a la presidenta Sheinbaum. Una postura más receptiva podría lograr, de un solo golpe, consolidar su gobierno, abrir la puerta a la inversión privada, sobre todo extranjera, y asentar los cimientos del Estado de derecho, del cual el país ha adolecido por casi toda su existencia. En una palabra, cambiando la óptica quizá podría ser posible darle vuelo al nuevo gobierno.
La reforma judicial tiene una lógica estrictamente política. Si bien es evidente que el país carece de un sistema de justicia que efectivamente atienda y resuelva los problemas y disputas que aquejan a la mayoría de la población, la reforma no se enfoca a nada de esto. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los asuntos que conciernen o aquejan a la población se refieren al fuero común, a diferencia del federal, que es el principal objetivo de la reforma. También, es más que evidente que la reforma nunca hubiera sido promovida de haberse quedado el ministro Zaldívar en la Corte, lo que le resta ese halo de legitimidad y poder que Morena le atribuye a la iniciativa.
Más al punto, a ningún gobierno en el mundo le gusta que se limite su poder. Es por eso que los presidentes recurren a decretos (para evitar ir al poder legislativo) o nominan jueces, magistrados y ministros que consideran afines a su proyecto.
La razón de la separación de poderes es, precisamente, la de conferirle certidumbre y predictibilidad a la ciudadanía en general y a los diversos actores y agentes sociales en lo particular. Mientras más fuerte el ejecutivo, el objetivo de la reforma judicial, menos desarrollo económico y mayor incertidumbre. Es decir, si el gobierno pretende ser exitoso en sus proyectos, tiene que aceptar la existencia de contrapesos efectivos y creíbles. El dilema es real.
En Estados Unidos la Suprema Corte era un contrapeso débil a su inicio y, como en todas partes, el gobierno procuraba mantenerlo así, comenzando por el intento, en 1800, de una administración por saturar al poder judicial con jueces afines, que el siguiente gobierno pretendió revertir derogando la ley respectiva. En la controversia constitucional que siguió, Marbury vs Madison, la Suprema Corte asumió facultades de revisión constitucional, lo que permitió resolver el diferendo específico entre la administración entrante y saliente, pero también establecer a la Corte como el árbitro de las controversias entre los otros dos poderes públicos.
El punto es que la presidenta Sheinbaum tiene en sus manos la oportunidad de transformar al país mucho más allá de lo que probablemente imaginaba. De aceptar la posibilidad de modificar o, incluso, derogar la reforma, el país adquiriría el fundamento de una verdadera separación de poderes y ella consolidaría su plataforma para efectivamente impulsar el desarrollo inclusivo y equitativo del país.