Fecha Publicación: 19-08-2024
“Si no suena lógico, suena metálico” corre un popular refrán. En México cambian los gobiernos pero no las prácticas ni las costumbres. La corrupción podrá ser un mal, un factor cultural o una característica, pero nunca un delito. Muchos son acusados de corrupción, pero nunca por la corrupción, sino como excusa por alguna violación política de otro orden o porque es una forma eficaz para eliminar contendientes, enemigos o rivales. El presidente repetidamente afirmó que no sería “tapadera de nadie,” pero eso dejó de ser válido cuando los presuntos involucrados comenzaron a ser cercanos. El punto de fondo es que la corrupción no se puede erradicar con discursos o deseos, sino con un diagnóstico correcto que luego se traduzca en acciones consecuentes.
La corrupción es inherente a nuestra forma de ser y de gobernarnos. No hay vuelta a ese principio fundamental. Todo en la vida nacional, especialmente en el ámbito público, está diseñado -o al menos es altamente propenso- a la corrupción porque las reglas del juego y las leyes premian la impunidad. Si bien el fenómeno es tan viejo como el país, éste se ha agudizado por la democratización. Luis Carlos Ugalde* afirma que la corrupción piramidal de la era de presidencialismo autoritario se ha ido “democratizando” al incorporarse todos los niveles de gobierno, partidos y poderes públicos. Lo que antes era concentrado y un instrumento de cohesión política se ha convertido en un mecanismo de control político en manos de un creciente número de actores. Peor, su ubicuidad ha generado un amplio repudio en la sociedad, enojo que ha llegado a convertirse en odio.
Los políticos en campaña suelen adoptar un tono moralino en materia de corrupción: prometen mano dura, combate sin cuartel y medidas severas para erradicarla. La propuesta que la entonces candidata de Morena publicó rechaza el esquema de ciudadanización que caracterizó al llamado “sistema nacional anticorrupción” para ser substituido por un fortalecimiento de las instancias judiciales, o sea, más de lo mismo. Suena a las propuestas que condujeron a la creación de la Secretaría de la Contraloría en los ochenta que, como todos los esfuerzos anteriores, incrementaron y burocratizaron los requerimientos y le complicaron la vida a todos los funcionarios públicos, pero no tocaron a las prácticas corruptas ni con el pétalo de una rosa.
Una de dos: o bien las diversas propuestas no entienden el fenómeno de la corrupción o constituyen nada más que un recurso retórico para salir del paso. Las innumerables propuestas -igual las honestas que las meramente retóricas- para combatir la corrupción tienen un evidente sesgo punitivo: la corrupción tiene que ser penalizada y la mejor forma de hacerlo es con sanciones, aunque rara vez se materialicen. Algunas propuestas (y políticos) prefieren una mayor autoridad, otros admiten que, habiendo un fuerte déficit de confianza, se requiere mayor transparencia. Pero ninguna de estas propuestas reconoce el problema de origen: nuestras leyes y reglamentos hacen posible la corrupción, de hecho la promueven.
Afortunadamente hay ejemplos de que es posible disminuir o erradicar la corrupción: cuando se eliminan los espacios de arbitrariedad e impunidad, la corrupción deja de ser posible o inevitable. Así ocurrió a finales de los ochenta en la entonces SECOFI (hoy Economía) donde un cambio en las reglas modificó toda la naturaleza de la secretaría dedicada al comercio y la industria. Históricamente uno de los espacios de mayor corrupción en el gobierno, la burocracia de SECOFI vivía de la explotación de sus facultades discrecionales en el otorgamiento de permisos de inversión, importación, exportación y otros similares. Con la liberalización de la economía (que, esencialmente, consistió en la substitución de requisito de permisos por aranceles o reglas rígidas), casi toda la industria de la corrupción en esa secretaría desapareció. Los miles de burócratas dedicados a mover papeles (o impedir que se movieran) dejó de tener razón de ser y el personal se redujo a menos del 10% de lo que era. En ese mundo la corrupción simplemente desapareció. Con la eliminación de la necesidad de obtener permisos por parte de la secretaría y el establecimiento de reglas claras y transparentes para la obtención de los que quedaron vigentes, virtualmente desapareció la corrupción.
No hay ciencia en esto: nuestras prácticas burocráticas y la extrema discrecionalidad que confieren las leyes y reglamentos a la autoridad son fuente permanente de corrupción. Cuando un funcionario gubernamental cuenta con tan amplias facultades para contratar, permitir o hacer posible un proyecto, otorgar un permiso o autorizar una obra, la propensión a corromperse es inmensa. Si el hijo de un funcionario puede de facto decidir quien se lleva una obra pública, la probabilidad de que florezca la corrupción es infinita. El fenómeno no es nuevo y afecta a todos los políticos y a todos los partidos, aunque el gobierno saliente lo niegue: el viejo dicho de que “no me des; sólo ponme donde hay” es tan vigente hoy como lo fue siempre en el pasado. Y, sin duda, empeoraría de aprobarse la reforma judicial.
Si alguien pretende cambiar el panorama, debe partir del problema de fondo: la excesiva discrecionalidad que conduce a la absoluta impunidad.