Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales

Última actualización:
2024-10-06 06:23

ENTRE VELAS, FLORES, PALIACATES Y ENAGUAS

Fecha Publicación: 08-07-2024

La fina cintura de México, entre el sur de Veracruz y el Pacífico oaxaqueño, se conoce como istmo de Tehuantepec. Una exuberante región donde convergen montañas y selvas que cada mayo, con sus fiestas, explota en vida y color. El lugar del país americano al que se debe viajar para entender el significado de ser muxe, de la lengua y cultura zapotecas. De su ancestral supervivencia y de su muerte lenta.

Juchitán, Oaxaca.- “Nos están matando”, reza un grafiti en referencia al Día Internacional de la Mujer sobre uno de los muros de cal que, entre solares abandonados desde la destrucción provocada por los terremotos de septiembre de 2017, caracterizan el centro de la ciudad. Al lado, un mural dibuja a un grupo de jóvenes juchitecas ataviadas con vistosos trajes multicolores de huipil, enaguas y encaje, invitando a las fiestas de mayo, conocidas como Velas. Un recuerdo de dolor y muerte en una región que exuda vida y fertilidad. “Apúrate, ya casi llegamos, es aquí, cerquita, no nos falta casi nada”, me anima Pablito Villegas con un semblante aperlado de sudor y misterio. Un muxe, indistinguible y a la vez evidente, entre la seductora diversidad de emociones que asaltan los sentidos en éste, el corazón del istmo de Tehuantepec.


El tiempo en Juchitán es relativo. Los cinco minutos de distancia que nos separan de casa de Pablito terminan convirtiéndose en veinte. La fiesta en honor de San Vicente Ferrer, el patrono de la localidad, en una celebración que, en interminables dosis de cuetes, música, baile, comida y cerveza, mucha cerveza, dura un mes entero. La “sa’aguidxi”, fiesta del pueblo en zapoteca, explica Pablito, mientras me invita a sentarme en una de las sillas que adornan el patio de su casa de dos alturas, bajo un árbol de guiecha’achi rebozante de flores, que, con sus tonos blancos y rosados y su embriagante aroma, atrapan los ojos y olfatos. Irrefutables embajadoras del significado, trascendencia y magnitud de las Velas de mayo.


“Ya terminé, estoy listo. ¿Cómo me veo?”. Guapa, guapa, guapa, es lo que pienso y lo que pongo en palabras, junto con el resto de los presentes. Un par de amigas de Pablito, su mamá y el vecino de enfrente. Guapa, guapa, guapa, como dicen las flores, el cielo, el aire y los pájaros que sobrevuelan. Pablito se ha transformado, está listo para la Vela. El blusón negro con detalles florales bordados a mano por él, la falda, herencia de su abuela, y el tocado de encaje. La joyería de filigrana bañada en oro, un regalo de su madre. Las flores de guiecha’achi que engalanan su pelo cortadas hace unos momentos del árbol que nos sirve de testigo. Su mirada y la sonrisa, belleza pura y natural. Belleza muxe.

Viernes de Vela


“Para mí, es algo muy especial. No solo porque elaboro mis propios vestidos, sino porque me transformo por dentro y por fuera. En cuerpo y alma, en espíritu. Y eso es lo que significa ser muxe, ni hombre ni mujer, sino los dos y ninguno a la vez”, me explica Pablito, quien, a diferencia de otros muxes, no cambia su nombre al vestir de mujer. Gay, trans, travesti, homosexual, afeminado. Todos los apelativos y, al mismo tiempo, ninguno. No hay traducción al castellano de un término zapoteca que escapa a cualquier definición.


Es viernes y Juchitán entero está en la calle camino de algún lugar. Son pasadas las seis de la tarde y las vendedoras de bupu, una bebida espumosa tradicional hecha a base de piloncillo, cacao y flores de guiecha’chi, ya despachan en el parque central mientras el sol empieza su andar al horizonte y el calor, insufrible, demoledor, comienza a ceder. En casa de Pablito, terminamos de arreglarnos para la cita en punto de las nueve afuera de la casa de los mayordomos de la asociación a cargo de organizar la fiesta anual y de resguardar las reliquias del santo patrono durante los últimos doce meses. Las mujeres y los muxes, con faldas de seda bordadas a ganchillo y blusas en colores que riman, listones y trenzas, ahogadores, cadenas, pulseras y anillos. Los hombres, de pantalón negro y guayabera blanca, con un paliacate rojo amarrado al cuello y un sombrero de palma. Todos en traje de gala.


La Vela, que dura hasta el amanecer y cuyo nombre proviene precisamente del verbo velar, de pasar la noche en vela, tiene lugar en una extensa explanada en los límites de la ciudad. Esta noche se esperan cerca de seis mil convidados. Se servirán toneladas de antojitos y decenas de miles de botellas de cerveza. Habrá dos grupos musicales amenizando el festejo hasta que alcancen la melodía y las ganas de bailar. Una fiesta como ninguna otra, expresión ulterior de la “guendaliza’a”, la forma zapoteca de existir en comunidad que implica intercambio, apoyo mutuo, ayuda, cooperación y fraternidad y que se manifiesta tanto en las buenas como en las malas, en las celebraciones, pero también en los duelos. Un dar y recibir. Un ser bienvenido siempre, o casi siempre.


“Es una acción lastimosa, fuera de lugar, algo que no debería de hacerse. Estamos en el año 2024, me resulta retrógrada prohibir a los muxes vestirnos con nuestros trajes de gala siendo que somos identidad cultural del pueblo juchiteca, hacedores de la fiesta, de las Velas. Bordadores, bailarines, sastres, cocineros, artistas, músicos, artesanos, cantantes. Nos quieren quitar un derecho innato, nos tratan de invisibilizar. Nos quitan el vestido, la voz, la vida”, lamenta agüitado Pablito entre movimientos de su abanico, tratando de aminorar la desazón que le produce la crecientemente restrictiva política de vestimenta dictada por algunas de las asociaciones encargadas de organizar las Velas. Reglas que obligan a los muxes a colgar el atuendo femenino y portar el masculino. Reglas que los copan, que los castran. Reglas que no tienen lugar en una nación y en una cultura ancestrales como las zapotecas, que amenazan, desde ortodoxias ajenas, importadas y machistas, homófobas, tránsfobas.


Sábado de Regada


Es mediodía y las hileras de vendedoras que ofertan cielo, mar y tierra en sus puestos y paradas dentro y fuera del mercado 5 de septiembre están en ebullición. Mangos, pitahayas, ciruelas verdes, piñas, papayas, cocos, sandías, melones, chicozapotes, nísperos y nanches. Pepinos, tamales de mole negro, jitomates, chiles serranos, limones, ocote, aguacate y ejotes. Agapandos, alcatraces, gladiolas rojas, nardos, margaritas, azucenas, rosas, girasoles, crisantemos, dalias, hojas de plátano y guirnaldas de flores de guiecha’achi. Iguanas verdes y negras, vivas y en guisados. Garnachas, anafres encendidos, elotes, empanadas, pan dulce, pellizcadas, tlayudas y tacos. Jaibas, cangrejos, camarones, langostinos, huachinangos, sierras, pargos y peces espada. Pequeños pericos de pescuezo desplumado y semanas de nacidos, en ominoso peligro de extinción.
La ciudad al completo está en revolución. Se levantó entre bochornos, con la humedad y la cruda, resacosa de la fiesta de la víspera. Amigos, novios, familias y amantes se dan cita entre esos pasillos y callejuelas de mercadeo para alimentar la vista y apacentar el estómago, como preámbulo al segundo día protocolario de celebraciones. Algunos hombres, pero sobre todo mujeres y muxes regentan los comercios, atendiéndolos, administrándolos. Disponiendo y organizando, cobrando, poniendo orden al caótico desorden. El mundo zapoteco del istmo en donde “mandan las mujeres”, según palabras del mítico cineasta soviético Sergei Einsestein. El de las mujeres “coquetas, politizadas y sensuales”, de acuerdo con la Premio Cervantes de origen polaco, Elena Poniatowska. El mundo comandado por enaguas y huipiles, al menos en apariencia.


“Guapa, guapa, guapa. Aquí, guapa, échame el lazo porque me voy a enamorar”. Los gritos, sin ton ni son, desde ambas aceras de la calle 16 de septiembre, principal arteria del centro de Juchitán, se pelean por llamar la atención de Estrella Vázquez, conocida artista y artesana muxe, quien preside una de las docenas de carrozas que conforman el tradicional desfile conocido como la Regada. Una peregrinación de carretas jaladas por bueyes, reinas de belleza a lomo de alazanes, bandas de música de viento y carros alegóricos, que se realiza la tarde siguiente a la Vela. Una forma de compartir las celebraciones con el pueblo entero, de “regar” a aquellos que no asistieron la noche anterior con regalos y obsequios. Vasos, platos y cubetas, escobas, trapeadores y paraguas, calcetines, rollos de papel de baño, bolsas de arroz y frijoles de a kilo. Una manera de multiplicar la abundancia, de alargar la fiesta.


Desde lo alto de su trono en la carroza, Estrella sonríe dadivosa, riega pelotas y juguetes, incluso alguna lata de cerveza, pero, sobre todo, riega porte y hermosura. Con sus casi 1.85 metros de estatura, más tacones, su esculpido rostro moreno y sus ojos color negro azabache, con su blusa bordada y sus almidonadas faldas. Es una de las caras más reconocidas de la comunidad muxe, dentro y fuera del istmo, nominada en 2023 a los premios Ariel de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas. Voz de quienes nacen con genitales masculinos, pero asumen roles femeninos en lo social, sexual o personal. Del tercer género zapoteca, de quienes no se identifican ni como hombre ni como mujer. “Aquí, en Juchitán, a pesar de ser la cuna de las muxes, hay todavía mucha discriminación”, declaraba consternada en noviembre de 2019 a la televisora estadounidense Univisión, tras protagonizar la portada de la edición mexicana de la revista Vogue. La primera ocasión en que una muxe aparecía en dicha tapa. La primera vez que una mujer trans ocupaba las páginas mexicanas de la publicación. Unos meses atrás, a unas cuadras de la calle donde ahora Estrella riega con alegría y seducción, la policía encontró al interior de su domicilio el cadáver acribillado, ahogado en un charco de sangre, de Óscar Cazorla. Activista muxe y decano de la comunidad, fundador, hace más de cuatro décadas, de la primera Vela muxe de la ciudad, la mayordomía de “Las auténticas intrépidas, buscadoras del peligro”. Un crimen que estremeció a muxes, juchitecos y juchitecas por igual y que, a la fecha, sigue impune.


Domingo de Lavada de ollas


Cuenta la leyenda que hace cientos de años, San Vicente Ferrer, a pesar de ser valenciano del medioevo, caminaba a la vera del río de las Nutrias, el que acaricia por el oeste a Juchitán. Dicen que, en su andar, el santo tomó un descanso bajo un guanacaste, admirado por la belleza del lugar. El cansancio le hizo cerrar los ojos y quedarse dormido, sobre una cama de flores de guiecha’achi. Soñó que había llegado a su destino. Al despertar, se encontró con algunos de los pobladores de la localidad y constatando sus precarias viviendas, decidió construir para cada familia casas de adobe con techos de palma, resistentes al calor y protectoras frente a la lluvia. Tras días de trabajo, terminó su misión, ante lo que los lugareños le preguntaron: “y ahora ¿qué vas a hacer? ¿a dónde vas a ir?”. San Vicente respondió que no se preocuparan por él, que ya se las arreglaría, que continuaría su caminar. “Nosotros en agradecimiento construiremos también una casa para ti, para que te quedes entre nos”, le refutaron. Es así como San Vicente Goola, grande en zapoteco, llegó a Juchitán para quedarse, en la parroquia que los locales le edificaron como hogar y en la que le siguen venerando.


El octogenario sacerdote que oficia la misa explica, como es costumbre el día de Lavada de ollas, que sigue a la Vela y a la Regada, la leyenda del patrono del pueblo. Bendice con sus palabras y gotas de agua a mayordomos salientes y entrantes, a capitanes y atarrayeros, a la asociación festiva completa, a todo Juchitán. Lo hace mitad en español y mitad en zapoteco, como habla y canta esta ciudad, en una mezcla de melódicas cadencias, un sincretismo y un mestizaje del que nada escapa, ni el sermón dominical. Eñes, zetas y ches sobrepuestas, sodomizándose, dándose placer, en la boca del sacerdote y en los oídos de los feligreses. Porque el zapoteco, intercalado con el castellano, no es lengua profana, sino de dioses. Un idioma poético cuyos versos están salpicados de sabiduría, cuyo vocabulario incluye, entre tantas otras, la palabra muxe, que significa hombre, pero también mujer, vida a la vez que muerte, música y color, sobre todo, color.


“Y recuerden, hermanas y hermanos, que la fiesta no maquilla la realidad, que debemos honrar tanto a una como a otra, que Juchitán, sobrevivió y sobrevivirá, a temblores, inundaciones, pandemias y a la violencia que hoy nos acompaña silenciada por canciones y risas, pero escondida, encaramada, en el miedo. “Viva Juchitán, viva San Vicente Goola”, concluye el padre la liturgia. “Que vivan”, clama al unísono la iglesia. Una violencia que resulta imperceptible al visitante que viene de paso, pero que permea. En Oaxaca y en todo México. Un país en en donde según cifras oficiales hay más de 120, 000 desaparecidos, innumerables cuerpos en descomposición desperdigados en incontables fosas comunes por todo el territorio nacional. Un país donde cada día del año matan arbitrariamente y a sangre fría a 10 mujeres. Un país en el que, durante las primeras dos semanas de 2024, asesinaron de forma impune a cinco mujeres trans. El país de la muerte que, en veces, se viste de fiesta y, casi siempre, lo hace de mujer.


“Híjole, ya se me están aguando los ojos. Me da mucho sentimiento todo esto”, me confía Pablito mientras escoltamos a su abuelita de 85 años y a su mamá, que raya los 60, a la salida de la parroquia. No pregunto si hace referencia al sermón de la misa o a las Velas de mayo, que hoy terminan, asumo que a ambas, y a tantas otras cosas más. Caminamos con el resto de la procesión que recorre las calles del centro hacia casa de los mayordomos, quienes ofrecerán como almuerzo tamales y chocolate. Colofón de la celebración litúrgica, preludio de la última fiesta protocolaria del calendario velero. Vestimos todos de gala, la abuela y la madre de Pablito portando blusas bordadas por él, adornadas con sus respectivos rebozos y henchidas de orgullo. Eso explica los ojos acuosos del muxe. En muchas familias juchitecas, el muxe suele ser considerado por la madre como el mejor de los hijos, ya que nunca abandona a sus padres en los momentos críticos de la vida: la vejez y las enfermedades. A diferencia de los hijos heterosexuales, hombres y mujeres, que se casan y forman núcleos familiares distantes, ajenos.


Del chocolate y los tamales a la música de bandas en vivo, los bailes, la sandunga, el zapateado, el canto y la fiesta. Pasadas las cuatro de la tarde del domingo, empieza la Lavada de ollas, la tercera y última etapa de las celebraciones. La que sigue de la Vela y de la Regada y en la que, como dice su nombre, mientras se lavan las ollas que durante días han dado de comer a tantos, se permite el descanso y el disfrute de todos los que han hecho posible tanta comedera, bebedera y bailadera. Sigue la fiesta, ahora para las cocineras, los camareros, los organizadores y los party planners. Una fiesta, por enésima ocasión, para Juchitán entera. Porque la fiesta es, como dice Pablito mientras sale a bailar moviendo los pliegues de sus enaguas, “una declaración de que estamos vivos”, una necesidad. “Vamos a festejar, una emoción muy fuerte, hay que disfrutar de la vida mientras esté, por más que nos haya golpeado tanto. Porque tenemos que celebrarla, porque hay, porque ahorita está aquí, mañana, quizás ya no”.

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