Publication Date: 10-06-2024
Este texto fue publicado en la revista Siempre.
La Iglesia católica, considerada como “maestra de occidente”, ha tenido a lo largo de la historia un papel central en el proceso de desarrollo de las ideas políticas y del orden jurídico. A ello contribuye la evolución, dos veces milenaria, del pensamiento religioso y sus ecos en la filosofía y los valores sociales. Sin embargo, los temas de la fe, inherentes a la condición humana, son polémicos y encienden pasiones entre quienes estiman que el Estado democrático es ajeno a lo divino y solo puede explicarse en función del relativismo y el ejercicio de la razón.
A propósito del tema, el Concilio Vaticano II es prolijo en enseñanzas para ahondar en la discusión, máxime ahora, cuando lo religioso está cada vez menos confinado a los templos y es parte de lo cotidiano. En las democracias modernas, esta situación genera inquietud entre quienes sostienen, con narrativas que invocan progresismos, que es inmutable la máxima de que a Dios lo que es de Dios y a César lo que es de César. Ante ello, hay que decir que no se trata de optar entre extremos que niegan la diversidad social, sino de recapitular en la definición de la laicidad. Esta última, aunque alude a la separación entre Iglesia y Estado, tiene como rasgo principal que no legitima el fenómeno político con signos religiosos. Por ende, garantiza la objeción de conciencia y nutre a la democracia.
Los signos de la fe han sido utilizados de forma recurrente por regímenes que invocan la laicidad para movilizar a la gente y generar corrientes de opinión favorables a sus acciones, es decir, para robustecer clientelismos políticos. Y es precisamente en este contexto donde se merma el lazo virtuoso que debe unir a la democracia política con la laicidad, entre otras razones porque, erróneamente, la primera se asume superior y tiende a relegar al fenómeno religioso a una condición manipulable y que hace parte de una subcultura popular. Este discurso vulnera la convivencia respetuosa y plural entre todos los actores de la sociedad y, paradójicamente, resulta ser antidemocrático.
El tema no es sencillo y amerita reflexión. Por ahora, planteo la idea de que la forma en que operan las democracias modernas tiende a ser errática en el capítulo de la fe, quizá porque se asume que lo democrático pasa por la minusvalidación de lo religioso y no, como debería ser, por su reconocimiento e integración plena, abierta y libre a la vida en sociedad. Y aquí hay una segunda confusión de hechos y conceptos, ya que los lazos entre democracia y laicidad también tienen vasos comunicantes con la secularización, es decir con la presunción, por cierto equívoca, de que las religiones han perdido influencia. El desencuentro es claro. Como ejemplo, así lo deja ver la reacción social en Europa a la inmigración de personas de naciones no cristianas. Practicantes o no de cualquier dogma de fe, los europeos rechazan estos flujos con la tesis de que son un serio desafío a su identidad y cultura política. Sin aspirar a ello, pero marcando tendencia, estas señales van a contrapelo de la “democracia moderna” y de sus ideales de pluralidad, tolerancia y libertad religiosa. Son señales que lastiman los Derechos Humanos y que, con sus singularidades, se asemejan a los valores que sostienen los estados confesionales.
El autor es internacionalista.
Participación en la revista Siempre