Publication Date: 28-08-2023
Entre los setenta y los noventa, México vivió una era de crisis financieras, producto en buena medida de la laxitud con que se manejaban las finanzas públicas: enormes déficits, mucha deuda y poco cuidado de la rentabilidad de la inversión pública. Entre 1976 y 1995, los mexicanos nos acostumbramos a crisis de fin de sexenio que, de súbito, empobrecían a la población y erosionaban la cohesión social. La lección que el hoy presidente derivó de aquella experiencia fue nítida: había que cuidar las finanzas públicas para evitar caer en aquel patrón. La pregunta es si no se equivocó de época.
Casi tres décadas después de la última crisis cambiaria, el mensaje que emerge del púlpito cotidiano, usualmente en tono irónico y con generosas descalificaciones, es que gobernar a México es muy fácil. Quizá no sobraría que el presidente recuerde a un predecesor suyo -Porfirio Díaz- quien, en tiempos infinitamente menos complejos, afirmaba que “gobernar a los mexicanos es más difícil que arriar guajolotes a caballo.” La paradoja mexicana de ahora es que los principales desafíos se están presentando por el lado político, no por el económico.
A pesar de los enormes obstáculos que persisten para que la economía realmente pueda descollar, limitantes auto infligidas que surgen de intereses arraigados que prefieren la pobreza bajo su control que un desarrollo acelerado, la evidencia factual es muy clara: la economía del país está funcionando. No cabe ni la menor duda que hay vastas regiones del país que siguen rezagadas o que el potencial de crecimiento es infinitamente mayor, pero, dadas las circunstancias, la economía del país está creciendo y, a pesar de la fragilidad fiscal, nada sugiere que la situación se complique en el futuro mediato. Esto último desde luego no implica que todo sea miel sobre hojuelas, sino solamente que la economía parece haberse divorciado del ciclo político: las exportaciones y las remesas le han conferido un grado de estabilidad que es en buena medida inmune a los avatares y excesos que caracterizan al gobierno.
Por otro lado, la complejidad política se eleva día a día y los rieles que le daban forma y cauce -además de límites- han sido desahuciados casi por completo, parte por su erosión natural a lo largo del tiempo, pero en mucho por la destrucción intencional de instituciones que ha llevado a cabo la actual administración. El país pasó de un sistema político muy estructurado y con el poder concentrado, fundamentado en reglas “metaconstitucionales” (es decir, lo que el señor del día quisiera) a un proceso de transición hacia la democracia, pero sin anclas, mapa o brújula más allá de lo electoral. Hoy el país padece extraordinarios desafíos en su estructura federal, en las relaciones entre los poderes públicos y en la capacidad del gobierno para conducir al país. Las crisis de justicia, seguridad, pobreza, corrupción y desigualdad no son producto de la casualidad.
Es en este contexto que es necesario ponderar las prioridades que caracterizan al gobierno y los peligros que éstas entrañan para el proceso de sucesión que se avecina, donde los riesgos inexorablemente se exacerban. En contraste con otras sucesiones a partir de los setenta, lo que hoy parece estar en orden es la economía, en tanto que la viabilidad política es por demás incierta.
El asunto es crucial. La gran constante que distinguió a México a lo largo del siglo XX fue su estructura política. Cuando sobrevenía una crisis económica, amenazando la estabilidad social, el país siempre tuvo la capacidad de restaurar el orden y estabilizar a la economía. No propongo retornar a aquel esquema porque, además de imposible por ahistórico, el país de hoy ya no guarda relación con aquella circunstancia. Pero lo anterior no resuelve el hecho de que estamos inmersos en un proceso que va a presionar y tensar las estructuras políticas, abriendo la puerta para situaciones potenciales que no hemos visto desde la era revolucionaria, o peor.
La economía avanza y muestra solidez y resiliencia no por gracia del gobierno actual, sino por las reformas de las últimas casi cuatro décadas, cuya lógica fue precisamente la de aislar a la parte moderna de la economía de los altibajos políticos. De manera absolutamente irresponsable, el gobierno actual ha intentado socavar estas fuentes de estabilidad, pero no lo ha logrado a pesar de todos sus intentos. Por otro lado, los déficit son evidentes: sólo una parte de la economía y del país goza del privilegio de funcionar: el resto vive sometido por la extorsión y la pésima gobernanza. México está lejos de haber construido una plataforma sólida y sostenible para la creación de riqueza hacia un desarrollo integral pero, comparado con las sucesiones pasadas, se encuentra en una situación benigna.
El país se gobierna hoy como si se tratara de un señorío feudal y no como la doceava economía del mundo y una población de casi 130 millones que demanda no sólo soluciones, sino claridad de rumbo y límites a los potenciales excesos de sus gobernantes. Los próximos meses demostrarán si ese tipo de gobierno es adecuado y, sobre todo, viable, para la compleja realidad que nos caracteriza. Ningún país serio debiera estar sometido a ese tipo de prueba, con los riesgos que ello entraña.
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